Escuchar la humildad y emoción con las que Marian habla de su oficio resulta contagioso. Ella suma 25 años en esto (cinco con su propio comedor), ha pasado por cocinas de disciplina espartana (“he sufrido tanto fuera que eso no lo quiero aquí. Si me han dado dos palmaditas en mi vida, igual son muchas”) y se ha formado en todos los perfiles de un restaurante (sala, cocina, sumillería…). Pura vocación. A fuerza de ofrecer cariño en cada plato y cada servicio, por el respeto que guardan a todo el que entra por la puerta y gracias a esa inescrutable dosis de fortuna, ha logrado estar donde quiere estar, “en boca de la gente a la que le gusta comer y beber bien”.
Queremos verlas más. Queremos, reivindicando el trabajo de este puñado de mujeres, hacernos eco de toda esa labor anónima de esa mitad que no sale en las fotos. Hay muchas muchísimas más. Y los flashes, salvo contadas excepciones, se los llevan ellos. Y fueron ellas, madres y abuelas, quienes inyectaron las primeras dosis de lo que luego sería pasión por el oficio, por las cosas del comer. Ellas estaban antes del nombre bordado en el mandil.
Una selección intergeneracional, mujeres que cocinan y/o mujeres que han levantado de cero un negocio hostelero, que han tirado para adelante y están triunfando en un mundo de hombres. Hay mujeres manejando con destreza y encumbrando el trabajo de sala, mujeres a la hora del vermut o del cóctel, mujeres que hacen una de las mejores tortillas de patata o ensaladillas rusas de la ciudad, que dan de comer rico y barato o que son la segunda casa de bolsillos pudientes.
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