Hay un italiano en Madrid que no es un italiano cualquiera. Ni sofisticado gastronómico ni franquicia sin alma, tampoco un decorado para instagramers. Pagus es un amplio y agradable comedor con manteles de cuadros, fotos sepia y una parrilla a la vista tras la mampara. Se come pasta casera y cortes jugosos de carne. En la ciudad hay miles de italianos, pero este rezuma identidad, tiene un poso de verdad que sabe a Calabria sin casi concesiones.
Abierto en 2022, el Pagus de la calle Padilla atesora una singular historia en la que se entrelazan orígenes. Por resumir: confluyen dos hermanos del Kirguistán y una familia de Italia que había fundado un primer Pagus (aldeas rurales de la Roma antigua) en Crotone y otro más en Catanzaro para, todos juntos, decidir montar un local idéntico en León, y cinco años después dar el salto a Madrid. Es aquí donde María Shantyr se encarga de la gestión y de la atención en sala con especial simpatía. Suena rocambolesco pero estas raíces marcan la fidelidad a la tradición.
La carta es de las que se ilustra con fotos de los platos. Divide las pastas en recetas Pagus y otras a las que llaman clásicas, como spaghetti agio olio, penne all’arrabbiata o bucatini all’amatriciana. Las más interesantes son las del primer grupo, recetas familiares de Leonardo Battigaglia, cuñado de María, o de la abuela Rosina, que se llevaron junto con los ingredientes a cada restaurante, recalculando cocciones y porcentajes en función de la ciudad. Pasta fresca con guisos confortables, cada una con su propia salsa, ajeno todo a tópicos españolizados.
Las pappardelle al ragú di cinghiale, plato florentino, sale de mantener el jabalí doce horas en vino tinto más otras cuatro y pico de cocción. Su salsa de tomate pide pan y nosotros no pedimos perdón por ello. Muy de la punta de bota son los maccheroni con 'nduja, pariente incendiaria de nuestra sobrasada, suavizados con requesón ahumado. Los caramelle, una de las pastas más vendidas de los Pagus, son como ravioli rellenos de quesos calabreses (pecorino o caciocavallo), y salseados con un pesto casero más ligero que el genovés. Antes se empieza con varias salsas de verduras encurtidas para acometer la focaccia amasada a mano, fina y esponjosa, acompañada a su vez de embutidos como un salame milanese y otro de Calabria, junto a la pintoresca y representativa 'nduja. La parmigiana napolitana, con huevo y salchichas, es otro arranque infalible en el que se revela el gusto por el hinojo.
No hay horno de pizzas, como indica el tejadillo plano que sobresale de la zona de parrilla. "Son dos cocinas con harinas y procedimientos totalmente diferentes", señala la propia María con su acento kirguís. Por el fuego pasan chuletones y tomahawks, un complemento más que un motivo, pero lo suyo es que la mesa se apunte a compartir el spiedone o el forcone, presentaciones italianas de la carne en vertical. El forcone viene de forca, y en su caso se trata de tres brochetas de 250 gramos cada una con trozos de lomo alto alternados con pequeñas lonchas de picaña para darle más sabor. Además del ritual, la ternera italiana resulta sorprendentemente tierna.
Una ligereza que acaba sucumbiendo a los postres, ante el convencional (sobre todo para los italianos) tiramisú, o la más irresistible tarta de nueces con chocolate y crema de mascarpone (y eso que no lleva harina). Calabria queda a salvo incluso en la elección del vino, sin faltar algún amarone, barolo y brunello. Ya que estamos, un calabrés tan fresco como Virgani, de Russo & Longo, modesto pero efectivo y en sintonía con un Pagus que no imposta su autenticidad.