Primera visita, segunda casa. Tal es el magnetismo que despierta este bar, reencarnación definitiva y al detalle del clandestino que brotaba de noche al fondo de Acid Bakehouse. Aforo de 42 personas sentadas sobre tres pilares: vino natural, cocina estilosa y banda sonora que cae como un traje a medida. Más de 200 referencias por botella (15 por copa a diario) con 70% de etiquetas internacionales, platos que cambian cada mes (pocos ingredientes, exquisita ejecución, toques italianos) y perlas pinchadas en vinilo (después del verano llegarán las sesiones regulares de gente invitada). Materiales nobles, cueva abovedada, ambiente plácido…
El paisaje urbano ya no se entiende sin su skyline de etiquetas de colores. Cero sulfitos -o casi-, catecismo biodinámico, algo de radicalidad. Detrás de tanta botella de nombre extraño interviene el rigor de la tendencia. Lo cierto es que esta efervescencia por el vino más libre y sin demasiado mangoneo aviva el cotarro en bares, tiendas y restaurantes. Muchos son eso a la vez, un poco de todo donde se ofrece sorbos de verdad, fruta sin aditivos, historias con nombres reales, vidas embotelladas y una forma de interactuar con la naturaleza y de estar en el mundo. Proliferan los pequeños locales entregados a la aventura personal y regidos por el convencimiento de la cruzada orgánica. Los hay más especializados y otros envueltos en un pack que aglutina estilo de vida para picar sano y escuchar música en vinilo. Suelen compartir café de los de tueste natural, gustos artesanos y estética reconocible por su desnudez y aparente despreocupación. En todos ellos se bebe vino para disfrutar con actitud.