Podemos filosofar sobre las modas gastronómicas, frivolizarlas o menospreciarlas. Pero algo es seguro: si algo tienen de bueno las tendencias de la comida, es que después que el tsunami de la que llega erosione la anterior, quedan los cuatro o cinco establecimientos que trabajan bien. Y que la cocina ridícula aguanta mal el paso del tiempo. ¿Quién pide ahora un pijama o un cóctel de gambas? Recordamos las modas que, en muchos casos, han sido orografía granítica del panorama gastronómico barcelonés.
Cocina de mercado, gourmet suicida
Sin duda, hay un nexo entre el extraordinario dadaísmo con el que Ramon Cabau cuidaba su aspecto y la materia prima de su Agut de Avinyó, abierto en 1962. Cabau, farmacéutico, abogado y perito agrónomo, no copió la nouvelle cuisine, sino que dialogó con ella: en una época en la que el cocinero era una figura seca, mucho antes de que Santamaria sacralizara el producto, Cabau fue un pionero que rompió fronteras buscando la excelencia cada día en el mercado y haciendo producción propia. Ciclotímico experto, cerró el Agut en 1984.
Una mañana de 1987, repartió rosas entre sus amigos de la Boqueria y se tomó una cápsula de cianuro. Debe ser el único restaurador con una placa dedicada en el mercado.
Dónde encontrar cocina con el mejor producto... En el Nonono, restaurante con toda la materia prima biodinámica
La pizzería de Jordi Pujol
Antes de que la avenida de Sarrià y la Via Laietana se llenaran de pizzerías de estética de la mamma rústica, un local catalán fue el pionero. Hablamos del Tropeziens, en el paseo de Gràcia, 83 (justo donde ahora se levanta la fachada de Toyo Ito). Sin duda, sus propietarios tenían ojo. En los sesenta, el Tropeziens fue uno de los primeros sitios en subirse al carro del plato combinado. Y en 1971 se recicló en la primera pizzería de Barcelona. Según da fe el veterano crítico Marcelo Aparicio, "las pizzas no estaban nada mal". No es el único que lo piensa: cuando Pujol era capo de Banca Catalana, su idea de salir a cenar con la Ferrussola eran pizzas y Coca-Colas en el Tropeziens
Dónde saborear una buena pizza... Las hacen buenísimas y baratas detrás del mercado de Santa Caterina, en el Neapolitan.
La hamburguesa tozuda
No toda la vida hemos perdido el culo por las hamburguesas. De hecho, el panecillo cárnico tuvo mala prensa durante lustros. Que se lo expliquen a Julià Bagén, que en 1977 abrió el Chelsea (Paral·lel, 172 bis T. 93 325 34 47), la primera hamburguesería catalana. "Me miraban como si fuera un marciano: cogí un bar que tenía una clientela poco recomendable, y poco después ya no tenía ni clientela", recuerda. Le llamaban el pringao. El pan de hamburguesa ni existía, y un panadero del Poble-sec tuvo que deducirlo. A Bagén la pasión burguer le vino en Miami, trabajando para la Royal Caribbean: "Eran deliciosas, aquí no había nada así". El Chelsea pasó diez años de sequía, y cuando los MacKings abrieron, el Chelsea, de calidad superior, "se disparó como el Sputnik". No baja la guardia: ahora ofrece una hamburguesa de 200 gramos hecha a la barbacoa.
Una buena 'burger' gourmet... En el Santa Burg, a cargo de Alain Guiard.
Apología del frankfurt
Y si la introducción de la hamburguesa fue un viacrucis, el Frankfurt estalló a lo grande desde el primer día. Manel Vallès, de Càrniques Vallès, recuerda que "tuvo que venir la Urbana cuando abrimos el primer frankfurt, en Terrassa, en 1961". Antes habían tenido puestos móviles por la arena del Maresme, y cuando el mítico Frankfurt Pedralbes (Jordi Girona, 2) abrió en 1977, los vecinos ya conocían muy bien el producto por sus veraneos. Poca broma, porque la familia Vallès es responsable de la introducción y la estética salchichera en Cataluña: "Mi primo fue a dar una vuelta por Alsacia, y volvió con ideas de tipografía, el león rampante y el mobiliario". Y atribuyen estas virtudes a la tipología de negocio: "Es un negocio interclasista y antes era intersexual. Porque hace muchos años estaba mal visto que una mujer sola entrara en un bar, pero no pasaba nada si iban al frankfurt". No seremos nosotros quien lo discutamos.
Hártate de frankfurts en... Casa Vallès, en Gran de Gràcia, o en el Butipà del Raval
Torradas y embutidos
Naranjito fue el heraldo del Mundial 82. Y el hombrecillo cítrico no llevaba una barra bajo el brazo, más bien una rebanada. A principios de los 80, la gran moda gastronómica eran las tostadas con embutido o escalivada, la masía urbana. En Gràcia ha quedado una marca imborrable y uno de los locales más veteranos todavía sigue en pie con mucha dignidad: el Bar Roure (Luis Antúnez, 7).
Come una tostada en... El Disbarat, un clásico de la torrada y la brasa.
Un peruano escondido
Fue después de otra explosión deportiva, los Juegos del 92, cuando abrió el primer restaurante peruano en Barcelona: Ninoska Palomino, en 1993, puso el Café Ninoska en la avenida de Icària, 131. Curiosamente, recuerda que el público que tuvo al principio, como ahora, era de mayoría catalana. A mediodía aquí sirven un menú local; por la noche, carta peruana, y los dos últimos jueves de mes hacen mediodía peruano. Parece un barn sencillo, pero su cebiche es fastuoso, colosal, intratable incluso por el de los peruanos más fashion.
Dónde encontrar un peruano moderno y más caro... El Tanta, de Gastón Acurio.