Calculo que apenas ha salido el sol en la Costa Oeste cuando al fin Law descuelga el teléfono. Ahora tiene 65 años, lleva al menos dos cafeteras cargada, y habla por los codos. Me cuenta que en el lustro que el Suicide Club estuvo en activo escaló los mástiles del Golden Gate Bridge, que hizo de actor en la Ópera y que interceptó la comparsa del nuevo año chino, dragón incluido. "Una vez hicimos una fiesta en un depósito de cadáveres abandonado -recuerda-. Íbamos disfrazados de vampiros y llevábamos un ataúd y todo. Luego, aunque aquel lugar estaba lleno de mierda, limpiamos todo lo que habíamos ensuciado. Cuando llegó la policía estábamos sacando las bolsas de basura". Según John, se quedaron a cuadros.
El Suicide Club no era de nadie. Cualquiera podía ser miembro, cualquiera podía inventarse una misión y, fuera lo que fuera, se comunicaba al resto de socios vía una newsletter. "Era fantástico, anárquico -dice John, con la melancolía de los asistentes a uno de aquellos docudramas hagiográficos en que todos los testigos llevan sombrero de 'cowboy'-. Por eso sabíamos que no podía durar para siempre". La organización se desarticuló a principios de los 80, meses antes de que Gary Warne sufriera un infarto y se llevara a la tumba los ecos de aquel canto de respetuosa libertad. "Era una norma básica no dañar nada -sigue-. Nunca reventamos una sola puerta".
John Law está entusiasmado. Estará en Barcelona como invitado de honor de la tercera edición del Influencers, el festival de arte guerrillero del CCCB, para hablarnos del Suicide Club, y de todo lo que vino después. "El año 88 nos volvimos a reunir -retoma-. Es curioso, porque nos dimos cuenta de que muchos habían encontrado su camino gracias al club". John recuerda el caso de un chaval sin oficio ni beneficio que se ganaba el sueldo lavando platos en un bar de carretera, y que de tanto colarse en edificios destartalados se hizo arquitecto. Los que no habían olvidado los días de gloria fundaron la Cacophony Society. Más punk, más expansiva.
Después de ver la 'Stalker' de Tarkovski, se habían convertido en exploradores en busca de zonas susceptibles de servir de pistas de aterrizaje para alienígenas, y habían inventado el concepto de 'flash mob'. Se vestían de payasos de McDonalds, de Papá Noel y de zombis, dependiendo del caso. Y con estas llegaron al Black Rock Desert de Nevada, y allí instalaron un hombre gigante de neón, donde comenzaron a celebrar el Burning Man Festival. En esta época de esplendor, Chuck Palahniuk era uno de sus mejores ideólogos. "Yo fui de los primeros en leer el manuscrito de 'El club de la lucha', mucho antes de que se publicara", dice. Claro que, como el Suicide, la Cacophony también se acabó disolviendo. Aún así, John sabe que su historia ha sido inspiración para los gamberros más ingeniosos del mundo entero. Nadie le quita este mérito.
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