Este restaurante de brasas del mundo, donde cada plato tiene un toque de fuego –sea con brasa, humo o flameado– ha echado toda la carne al asador, si me permitís el chiste obvio: hay un expositor de carnes en maduración y se puede apreciar el trabajo de un horno y dos parrillas en marcha, todos alimentados con carbón y virutas de madera, que matizan su aroma. El horno de leña rinde homenaje al volcán homónimo, pero es mucho más regular: 400 grados constantes.
La oferta principal son variedades de carne al corte de vacuno de todo el globo, desde nacionales hasta Angus y Wagyu, con distintos niveles de infiltración y la técnica de cocción que requiera su procedencia. Puedes pedir sólo 100 gramos de sabrosa y asequible entraña, o ponerte las botas con un kilo de lomo alto argentino compartido. Todo fileteado y al peso. Pero también hay buena parte de la carta para comer con las manos con proteína de alta gama: bollos a la brasa con costilla de Black Angus con coleslaw, por ejemplo.
El postre no renuncia a la intensidad: el pastel de queso está hecho con el gaditano Payoyo, intensa coz de sabor contra el pusilánime queso de crema habitual.