Casa Paloma
Enrique Valentí i Jordi Gotor amb una peça de bou.

Casa Paloma: el último buey

Gurmets con colmillos, alerta: en Casa Paloma ha llegado un buey de 900 quilos excepcional

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Un mal severo de la restauración es la mentira. El engaño como parte del negocio. A veces es una falsedad inocente, sin malicia, con poco seso. Por ejemplo, escribir en una pizarra "bistec a la brasa" cuando lo que ofrecen es un abrasamiento a la plancha: ni siquiera han pensado en qué instrumento de tortura usan. Otra, la farsa consciente, el enredo con intención, la trápala descarada: vender tilapia por mero o cerdo blanco por ibérico. Un buen número de restauradores se han acostumbrado a la patraña, aliñada con sonrisa, cuando un comensal pregunta por el origen de las cosas.

El embuste tiene cuernos: hay más mentiras en torno al vacuno que pelos en una melena afro. Despachan ternera por vaca vieja. Vaca vieja por buey. Cuando el cliente escamado lee rabo de toro es mejor que suelte un mugido de desconfianza. ¿Pero qué rabo y qué toro?

Para ahorrarse sustos y evitar cuentos, Enrique Valentí se puso en manos de cárnicas Lyo el día que tuvo el capricho de servir buey en Casa Paloma: "Quiero que el establecimiento esté vivo, que pasen cosas, que haya motivos para venir". El dilema es que apenas quedan bueyes domésticos en Galicia, animales capados con más peso que un luchador de sumo. Los hermanos Aladino y Óscar Juan, los dueños de Lyo, bonito nombre para un asunto con embrollo, solo consiguieron reunir el año pasado 55 ejemplares. Que no, que no hay, que no existen, que es una bestia de otro tiempo.

Enrique ha adquirido uno entero, ¡900 kilos!, para llevar a las brasas. Atención carnívoros: no se veía un exceso así desde el portal de Belén. En el lomo, el rumiante lleva enganchado el DNI con la fecha de nacimiento y de sacrificio. Gallego, cumplió 10 años (2003-2013) y maduró en la cámara durante 270 días. El precio está a la altura de la biografía: a 85 euros el kilo.

Comeré un abuelete emasculado: todo acto gastronómico concentra algo perverso. Primero en 'tartar', que pido alto de picante. El camarero me da a probar una cucharilla, como debe ser. Pero no es en este revoltillo –muy bueno, como las patatas fritas, de 10– donde profundizo, sino en la chuleta, en dos partes, la grasa, que recuerda el tuétano, y la carne, trabajada en la parrilla a la perfección por Jordi Gotor. Pienso en la hierba y pienso en la vida lenta, pienso que es un símbolo de otra época, campesina y rigurosa, que se ha extinguido. Se trata de algo excepcional que merece ser comido a conciencia. Enrique sirve un San Román, vino de Toro: es un chiste. Antes y después pruebo las anchoas (ejem, ¿dónde fueron pescadas?), las croquetas y una tarta de queso top del pastelero Marco Leone.

Los hermanos Juan cuentan historietas de cómo 'cazar' un buey, de cómo camelar a un paisano, de cómo salir de madrugada en busca de la pezuña perdida en una remota aldea. Detecto en Aladino ganas de tocar testículos y ahí debería frenar las manos porque si bien los sinvergüenzas dominan el mundo, también otros son honrados y se esfuerzan por llevar reliquias a las mesas.

Comer un buey es acabar con algo único, con un rey cansado.

Más información

  • Sarrià - Sant Gervasi
  • precio 3 de 4
  • 3 de 5 estrellas
  • Crítica de Time Out
Casa Paloma
Casa Paloma
Es un lugar conocido. Se entiende, principalmente por su ubicación, por su decoración de amplios espacios, asientos cómodos, buena sonoridad y la oferta variada que permite este espacio, bien iluminado y con detalles de muy buen gusto. La magia de este espacio y el ambiente que crea de almacén clandestino del Chicago de los años 30, se debe al interiorista Lázaro Rosa Violán. La luminosidad de este local le da una alegría que compensa con la austeridad de los muros y elementos en general. Es una soberbia muestra de buen gusto y de inteligente distribución del espacio, las mesas y por donde se ha de circular. Este entorno hace que, sobre todo los fines de semana, tenga gran afluencia de familias, rompiendo los moldes a menudo tan esquemáticos de los restaurantes menos informales. Las mesas son de madera, los asientos, sobre todo las butacas, son muy cómodas. A todo esto le debemos sumar un buen servicio, cuidadoso y poco pesado, que dirige con acierto Cristina Cusí. Por lo que se refiere a su oferta gastronómica, predomina la gran calidad y buena selección de las carnes y los platos que preparan. Hay una variedad interesante de buenos bistecs tártaros, con una barra dedicada a este plato, al estilo teppanyaki japonès, y se puede ver cómo lo preparan al gusto del comensal. En el comedor, la carta ofrece tres tipos de carnes, con cortes de estilo argentino: Angus, terneras que pastan en las praderas argentinas; la raza frisona, una raza del centro de Europa que produce una carn
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