El negocio de Sergi Giménez, sector bar primoroso, ocupa un antiguo Marcelino, cadena que durante años tuvo más sucursales que los bancos. Que un Marcelino sea relevado por un establecimiento de tapeo fino como El Bar habla más del cambio de Barcelona que la demolición del tambor de Glòries. Sergi es un sumiller experto y la carta de vinos, una oferta vigorosa.
En las dos visitas comencé con un Bloody Mary, como si fuera Richard Burton, y seguí con tintos de Borgoña, Clotilde Davenne 2011, y de Conca de Barberà, Carles Andreu Trepat 2012. Sergi ha recuperado para la cocina a Reme Pastor, que comenzó en Colibrí con su hermano César. Reme no discursea sobre cocina y disfruta de este retorno –su último trabajo fue de camarera– con una discreta perplejidad.
Paso de escribir sobre croquetas y bravas y doy la bienvenida al ravioli crujiente relleno de gamba y a los mejillones con espuma de escabeche, carnosos, en su punto (ay, aquellas uñas anaranjadas que algunos venden con más morro que un gorrino). Sorprendente, por color y porque está fuera del discurso habitual, el risotto con remolacha, rosado. Con desequilibrios, el tartar de tomate con wasabi, pasado de jengibre, y la presa ibérica con salsa de cardamomo, necesitada de... cardamomo. En su punto, la lubina con alcachofa y romesco y, como anuncio frágil de la primavera, los guisantes lágrima de Llavaneres. La macedonia cocinada es un puntazo.
He mencionado antes que fui dos veces. La primera fue un chasco, no porque comiera mal, sino porque el cocinero y Sergi habían tenido desavenencias y ya no estaba. Comí platos de alguien que no firmaba la carta, como si fuera una experiencia fantasma. Coincidió ese movimiento de personal con otros: Pedro Salillas dejó Mont Bar; Marc Navarro, Pan&Oli y Guillem Oliva cambió La Biblioteca Gourmande por Monvínic. La restauración está sobre una falla.
Bar Cañete, Bar Mur, Bar Brutal, Bar Àngel. Con discreción, los baretos han ido mutando en barazos.