El lugar es mucho lugar. He pasado mil veces por delante, Muntaner abajo, pero es la primera vez que tengo la carta en las manos. Por la mañana, en La Criolla se desayuna; por la tarde, se merienda, y al mediodía, sirven un menú, según dice la carta, saludable y equilibrado. Por la noche, cierran las puertas y las plantas del jardín se dedican a eliminar tranquilas el dióxido de carbono.
El menú de hoy -cada día es diferente- consiste en un entrante a elegir entre dos platos, ensalada de productos de temporada o sopa de calabaza, brócoli y zanahoria, y un segundo a elegir entre filete de merluza rebozado con boniato al horno y mayonesa de albahaca, ossobuco estofado de primavera y judías a la Toscana. Desde mi mesa, miro las plantas del jardín y con un espíritu solidario con la lechuga, paso de la ensalada y elijo la sopa. Es buena y fresca, y una vez tragada, me siento recuperado de una mañana de mierda.
De segundo plato pido el pescado y tengo una sorpresa. Sé que el 'fish and chips' tiene muy mala fama fuera de las fronteras de Su Majestad, pero juro por Lionel Messi que en Torquay, la patria de Agatha Christie, comí un fantástico 'fish and chips' y el rebozado de la merluza de La Criolla me recuerda mucho al de aquella jornada. Ese día llovía. Hoy hace sol.
"Si fuera un pez, me gustaría morir rebozado como este merluza". Un pensamiento existencial que me lleva a los postres. La fruta fresca de temporada o el yogur artesano se pueden cambiar por un café. Pido gasolina. No me gusta el café, pero la tarde será tan mierdosa como la mañana y necesito energía.
Todo ello, con pan y agua incluidos, me sale por catorce euros. Cuando vuelva a pensar en ese día en Torquay, volveré a La Criolla a encontrarme con la merluza.