1. Foto de la obra 'Viejos tiempos', por Lucía Romero.
    'Viejos tiempos', por Lucía Romero.
  2. Foto de la obra 'Viejos tiempos', por Lucía Romero.
    'Viejos tiempos', por Lucía Romero.

Reseña

Viejos tiempos

3 de 5 estrellas
  • Teatro
  • Crítica de Time Out
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Time Out dice

Hay algo extraño desde el mismo inicio de la obra. La cadencia lenta del montaje permite paladear cada frase de los actores, cada mirada, cada giro en el texto, cada grieta en una acción que abre interrogantes que cada cual se lleva para tratar de responder en soledad o en compañía, quizás inútilmente, porque las relaciones son misteriosas de por sí y aspirar a una humanidad diáfana, cuando se trata de Harold Pinter, es poco menos que un imposible. Hay algo muy "pinteresco" y muy bien derramado sobre una puesta en escena pulcra, firmada por Beatriz Argüello, que bebe del cine clásico, del jazz, de Ella Fitzgerald, de aires pictóricos que abonan la sensación de soledad como si de un cuadro de Hopper se tratara. Tres almas perdidas que, en su reencuentro, buscan desesperadamente certificar un pasado que dé sentido a sus presentes.

La llegada inesperada de Anna (Marta Belenguer) trastoca para siempre la tranquila vida en pareja de Kate (Mélida Molina) y Deeley (Ernesto Alterio). Una vida que probablemente se sostenía en un hilo tan fino que bastaba esta repentina aparición para que todo se pusiera patas arriba. Anna y Kate fueron muy amigas 20 años atrás y en Deeley aparece, frente a su reencuentro, un sentimiento complejo que el actor expone en una interpretación llena de tics que van descomponiendo su edificio personal. Hay alcohol de por medio, pero eso no lleva la acción a un terreno tan pantanoso como podría suceder en una obra, pongamos, de Tennessee Williams, aunque igualmente se sueltan las fieras. Aquí hay ensoñaciones y oscuras confusiones que trastocan la linealidad del relato, pero que forman parte de esa ambición dramatúrgica de Pinter, que trataba de dibujar los personajes con aristas que escapan a la comprensión lógica.

Porque son los personajes los que generan esa sensación de no estar entendiendo nada en la superficie, sino de estar sintiendo en la piel un impacto emocional que regatea con el espectador. Una obra de teatro que escenifica el modo en que hacemos ficción cuando recordamos tiempos pasados, viejos tiempos. Mélida Molina habita a una Kate que está y no está, que estando quiere huir y huyendo se queja de que los otros dos hablan de ella como si estuviera muerta. Y Marta Belenguer, entre contrariada y feliz de volver a su vieja amiga, repasa recuerdos que, como ella dice, igual no ocurrieron, pero como los recuerda, ocurren ahora de verdad. Y luego hay una extraña sensualidad en todo que no se sabe bien si forma parte de la mirada enferma de Deeley o de un combate sigiloso entre eros y tánatos. Sigiloso y sugerente, excitante y culposo.

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