Hay dos elementos centrales en esta obra: la actriz protagonista, autora del texto también, y el dispositivo técnico-escenográfico donde se desarrolla esta historia, este triángulo de amor bizarro que es mucho más que una figura geométrica y mucho más que un simple viaje del amor al desamor. Ana Rujas tiene una potencia escénica indudable, la peculiaridad de su físico, su voz lacerante, su mirada, su expresión capaz de mil matices… Y como hemos advertido en su serie 'Cardo' o en 'La Mesías', de los Javis, igualmente tiene un idilio con la cámara y con el primer plano que muchas actrices quisieran. Este montaje explora y explota ambas capacidades, ambos talentos, sumándole, como en el caso de 'Cardo', el alumbramiento del relato, las palabras, las ideas y los pensamientos hechos acción.
Ana Rujas es Sara, una mujer en crisis, una criatura crecida en su fragilidad hasta sacar de dentro, de lo más profundo de sí, la bestia. Ha tocado fondo y ha tocado techo, el edificio de su vida debe estallar y que se lleve por delante lo que se tenga que llevar. En esa bajada a los infiernos o subida a los cielos, que de tal forma ambivalente puede leerse, la espiritualidad y la poesía se mezclan con la banalidad y el fango de las relaciones condenadas a muerte. En esta implosión, hay dos hombres que son tocados por la metralla: un marido, egocéntrico y victimista, espléndido como siempre Joan Solé, que va desmontando ese hombre centrado y cariñoso para perder los papeles en su desborde absolutamente pueril; y un amante, un joven, casi un niño, puro instinto y romanticismo barato, pura diversión y exceso, enigma en manos de un Teo Planell desafiante, pero que se revela tan de usar y tirar como el otro.
Porque aquí es ella, todo es ella, y está bien que así sea. Habrá quien la lea como a una loca o como a una santa en acceso místico, pero no está hecha como personaje para identificarse fácilmente, sino como la imagen de un cuadro del que se pueden hacer múltiples lecturas, hasta una de tono sociopolítico. Todo cabe con sutileza, mientras la acción sucede, paralelamente, en dos planos: el teatral y el cinematográfico. Y aquí está, para mí, el problema de esta función, lo que se la come, el hecho de hacer una obra de teatro que se está grabando (la gran ovación, el día que yo la vi, se la llevó Alicia Aguirre, operadora de cámara en directo, toda la obra generando planos brutales) y donde lo teatral se supedita a lo cinematográfico, estando como estamos en el teatro. O sea, la luz está hecha para el plano, buscando un cierto tono 'noir', y las interpretaciones, en un alto porcentaje del tiempo, también son para la cámara. Claro que esto igual, para los millennials y generaciones posteriores, no es para nada un problema y, habituados al mundo-pantalla, es hasta un aliciente, y pensarán que qué guay estar viendo al mismo tiempo una peli y una obra de teatro.