Pasa la vida… cantaban los Pata Negra, “pasa la vida, igual que pasa la corriente cuando el río busca el mar, y yo camino indiferente donde me quieran llevar”. Hay algo en esta obra de habitar ese ritmo imperturbable de los segundos, minutos y horas que nunca se detiene, siempre hacia delante. Hay algo de darle la espalda a todo porque todo parece superfluo e insignificante. De hecho, literalmente, los tres personajes se sientan y a sus espaldas parecen estar ocurriendo cosas sin parar. Ellos lo cuentan, lo relatan mirando a los ojos del público, como obligados por la convención narrativa y teatral que dicta que hay que contar una historia cuando un grupo de personas ha comprado una entrada para sentarse en una butaca y mirar a otras personas en un escenario. Sí, están pasando cosas por ahí detrás, hay una casa, una casa muy grande, una familia tan grande como la casa, ávida por rentabilizar y monetizar la posesión, la propiedad, y llegan otras familias, grupos de amigos, turistas, bodas, competiciones deportivas, rodajes de películas… todo eso ocurre por ahí detrás, pero a los tres protagonistas de 'A la fresca' poco les importa.
Ellos tres están relacionados con la casa, porque una es Matilde, la cocinera (Israel Frías), otro un albañil llamado Manolo Caracol (Alberto Berzal), que está construyéndole una cabaña en un claro del bosque que rodea la casa a Eusebio (Luis Rallo), escritor que ha vuelto a la casa de la familia tras 20 años sin pisarla. Tres almas perdidas que encuentran de pronto un nuevo acomodo echando las tardes a la fresca, rodeados de árboles y ropa blanca y limpia tendida, prendas que se repiten iguales sobre el infinito hilo de tender como se repiten los días uno tras otro. Ellos son seres de otro planeta si los ponemos frente a las vidas del común, apuradas, siempre ocupadas, siempre en movimiento frenético. Ellos se dedican a hablar sin pretender sentar cátedra, solo como si libaran el néctar de las plantas que hay alrededor. Pasan los meses y las estaciones, y ahí siguen cada tarde, jugando como niños, mientras por detrás hay guerras de todos los colores e intensidades.
'A la fresca' es otra de esas extrañas obras que Pablo Rosal se saca de la manga, obras de malabarismos verbales con una dramaturgia que parece deberle parte de su magia al azar y parte de su atractivo al trabajo actoral, porque en este caso cabe destacar la precisa construcción de personajes que hacen los tres actores, que aunque en un principio presentan tres trazos gruesos, es el avance de la conversación entre ellos lo que empieza a llenar de matices aquellas personalidades: la del escritor un poco ido, con su pelo disparatado y su ropa extraña, que parece un Vila-Matas extraviado; la de la cocinera entregada a sus obligaciones que guarda una sabiduría que se le escapa a veces en sarpullidos sarcásticos deliciosos; y ese albañil tosco que deviene hombre tierno enamorado de las flores. Todo tiene su poco de surrealismo, de conversación de fumados y hasta algo de teatro del absurdo. Pero deja un regusto a libertad y escape envidiable.