Julio (Yong Ping Zhang) cabalga de nuevo. Pero lo suyo está en las antípodas de ser un western desértico en blanco y negro. Lo suyo es CinemaScope y colores vivos. Como el Guadiana, Soy Kitchen acaba de reaparecer en nuevas coordenadas. Le perdimos la pista en la plaza de los Mostenses (para sobrellevar el impass nos dejó Lamian, ramen y otros bocados espléndidos pero un proyecto menor) y ahora surge, como casi todo últimamente, en Chamberí. Durante el paréntesis, la ola de la cocina fusión se ha extendido por toda la ciudad como un virus de peli hollywoodiense pero semejante tsunami no se lo iba a tragar a él, uno de sus más personales y genuinos exponentes en Madrid.
Reconociendo siempre el trabajo de sus padres culinarios (sí, David Muñoz, entre ellos), ha vuelto para imponer su ley, que no es otra que el riesgo, una buena técnica y su indomable pero bien trabajada creatividad. En cada servicio manda el mercado, su efervescente cabeza y su intención de llegar a resultados sobresalientes para el comensal sea con tres o trece ingredientes en cada plato. Para llevar su propuesta a otro nivel también la calabaza tenía que convertirse en una lustrosa carroza. Ha cambiado un local modesto y un minúsculo espacio para oficiar el rito por una amplia cocina abierta y a la vista y un restaurante –sin manteles, claro; hay que dejarse de historias y mancharse las manos- con un sencillo que no simple interiorismo (lograda distribución de espacios, iluminación, gama cromática) capaz de crear una atmósfera acogedora y lo suficientemente elegante para ser LA novedad hostelera de la temporada en el barrio.
Para este remake mejorado (más ajustado a su talento) se ha rodeado de un equipo joven y amable, con ganas de agradar, que caminan a la par del proyecto; son tan informales o formales como la situación requiera y se les disculpa que no sepan todas y cada una de las piezas que entran en juego en un plato porque es imposible seguir a pies juntillas el ritmo a Julio y sus creaciones. Mención aparte para Álvaro Canellas, responsable de la coctelería (y sala), un pilar ahora cardinal en esta recién estrenada aventura. No os entreguéis al vino tan rápido. Abrid la velada con su versión de bloody mary y luego ya decidís. En la bodega exhiben una carta bien nutrida en DO nacionales y no faltan cavas, champagnes ni generosos pero no se tiran a la piscina en esta sección; la mayoría de las etiquetas gozan ya de la aprobación del mercado y del reconocimiento del público. Vamos, ideal para cualquier reunión de trabajo, aciertas seguro.
No existe carta (apenas tienen un breve listado de sugerencias para la zona de barra). Y esto es una de las claves del negocio hostelero y de esta casa en particular. Todo gira alrededor de dos menús (tres si sumamos el ejecutivo que sirven al mediodía): el Soy (45€) y el Kitchen (65€). Fácil. Lo difícil, para los neófitos, es ponerse en sus manos. Vaya, que recordando aquella sentencia de Esperanza Aguirre, al restaurante se viene llorado de casa. O más concretamente, se viene a ciegas. Quienes conocen su trabajo apuntan sus alergias y se dejan llevar fuera (incluso) de los menús. El chef decide y tú (y tu bolsillo) dices basta. Tú le das carta blanca y el chef, más que nunca, tiene la sartén (perdón, el wok) por el mango. Este es el verdadero motor gravitatorio de la propuesta de Julio. Puedes ir una semana y a la siguiente, siguiendo este patrón electivo, muchos platos serán distintos. En este carrusel es donde más a gusto se encuentra él (ese funambulismo culinario va con su carácter) y donde más disfruta el cliente. Salvo que lo pidas (con cierta insistencia), tampoco dan muchas pistas de qué te vas a encontrar en los menús. A muchos clientes este proceder les pillará a contrapié pero la confianza resulta capital y nunca defrauda.
Tres párrafos de cháchara para reconocer que lo de Julio nunca fue un hype, que se come muy bien y que es un gran refugio para quienes busquen la sorpresa permanente y quienes se llamen a sí mismos disfrutones. Pero qué vamos a decir si mañana quizás ya no esté ese taco presentado como una inverosímil pero equilibrada fiesta de matices (cangrejo azul, burrata, tinta de calamar, chile verde, crema de maíz…), ni la refinada contundencia sápida de su dim sum de rabo de toro, ni ese curry de gamba listada cuyo fondo lo coloca directamente en el top three capitalino. Volveríamos ahora mismo a ese intermezzo en forma de ensalada thai (fideos mareados los llaman) terminada en la mesa, similar a muchas pero como ninguna (parecido no es lo mismo, que decían Faemino y Cansado), o a su ceviche de corvina, quizás lo más canónico (sin serlo del todo), junto a los postres (seductores como solo puede serlo el chocolate pero a falta de alguna nota más afilada, más osada), que puede salir de su cocina.
¿Hemos dicho ya que es un MUST? Pues lo es. Conviene reservar, sobre todo si queréis ir en fin de semana.