Hay varias maneras de afrontar la visita a Sala Cero, el esperado nuevo proyecto de Javier Bonet (Sala de Despiece): cargados de expectativas o de prejuicios, augurando un hito gastronómico o desde la inopia más absoluta. No diremos cuál es la buena. ¿Comer un panipuri relleno de algo y beber una copita de pisco Italia con cava mientras se espera no se sabe qué en el interior de un no-lugar? Sala Cero presenta así su aperitivo imperativo, al tiempo que a sí misma al otro lado del telón de acero, material con el que define su identidad en plena calle Ayala.
Javier Bonet, de profesión: creador de conceptos. Huelga recordar lo que supuso Sala de Despiece en el desarrollo de formatos alternativos al bar de siempre. Sala Cero cambia Ponzano por el barrio de Salamanca y se envuelve en un halo de secretismo y misterio estratégico. Sin entender todavía demasiado, nos situamos en guardia dentro de un teatrillo aséptico que podría formar parte del set de Dexter si no nos sintiéramos más como en El dormilón de Woody Allen. Un purgatorio que ni arde ni congela, pues esta cámara frigorífica fake sirve solo para tantear al visitante. Los ganchos de carnicería se ven limpios, ni rastro de sangre ni de animales muertos. La performance no da ese paso pero busca cierta mística distópica cuando a través de un ventanuco aparecen silenciosamente los primeros bocados sobre un estropajo de nanas. Ya empezamos a entender. ¿O no?
Con regusto a piparra, boquerón o almendra, se transita hasta el restaurante de verdad cortesía de un anfitrión sonriente uniformado de blanco. De pronto el cuerpo nota las vibraciones del organic house y dub techno que marcarán el ritmo de la velada. Sin cefalea ni apreturas, queda dicho. El interiorismo aplicado por Yyplusplus toma su verdadera naturaleza en un espacio industrial presidido por una gran barra isla para 48 puestos. Un día normal, hasta familias con niños, no sólo modernos. La luz dura y los graves de la música modulan de noche su intensidad como invitación a bajar al club subterráneo, si bien la coctelería opera desde las cinco de la tarde.
La función de Sala Cero tiene carta y un menú degustación (105 euros) de unos doce platos. El detalle personalizado de lo que aquí llaman secuencia llega cosido a la servilleta. Conviene pensarse si compaginar también la secuencia de bebidas por 40 euros más. Vinos de pequeños productores y cepas recuperadas, etiquetas menos comerciales que en SDD, más estimulantes y acordes al lugar. Ejemplos: el pinot noir chileno Los Parientes de Baettig, el Rioja blanco Reserva 2017 de Óscar Tobía, el experimental Ama Pet Nat Tea (infusionado) o un goloso blend volcánico de las Azores por António Maçanita. Entre 6 y 8 euros están las copas fuera de secuencia, aunque no tengan tanto interés. Eso sí, cada media copa de 50 gramos se pesa en báscula delante del cliente, por aquello de cuidar el hígado y escatimar cada gota.
Entre copa y copa, los pases de comida. O al revés. Ostra Alaska, navajas con crema vegetal dentro de un limón como el de los postres helados, espaguetis de lomos de atún de Barbate con polvo de mojama… El toque cítrico podría en estos casos ser ajustado al gusto de cada cual. Resulta curiosa la hamburguesa prensada a modo smash, sostenida con obleas y alegrada con salsa “eggchup”. Habrá quien no sepa encajar la broma. El soplete, marca de SDD, aparece por fin para la molleja de vaca con nata clarificada, piñones garrapiñados y algo más de sal de la cuenta. Los barquitos de pan se hacen sobre aceite sobrante o en tomate de colgar mallorquín, de donde es Bonet. La codorniz, cocida en caldo vegetal y con una hoja de higuera en tempura y frita, se presenta en un lienzo de espejo con la carne bien sonrosada y las patitas confitadas. A la menestra de borraja, acelga y judía blanca, también en tempura, le falta gracia, al igual que al pulpo en milhojas con salsa de pimentón. Tampoco el lomo alto con salsa clarificada y mantequilla gallega elevan el nivel de este final previo a los postres. Por un lado, macedonia de frutas en gelatina: naranja, fresa, mosto y mora. Después, helado mezcladito, con crema de yema de huevo, almendra rallada y bizcocho de limón típico de Mallorca.
A estas alturas, hay prisa o se decide alargar el envite en la planta subcero. Hasta las tantas si se aguanta el viaje a bordo de una nave club de luces estroboscópicas con máquinas vending y carritos de avión. Los cócteles los ha trabajado Juan Valls, líder supremo de El Niño Perdido (Valladolid). Sugerencias para elegir en una carta cromática: un buen negroni con ginebra aromatizada en sobrasada mallorquina, un old fashioned con yerba mate, y una intensa limonada (sin alcohol) a partir de una cocción del albedo del limón, sirope de verbena y salvia. Si hemos llegado hasta aquí, no hará falta ni hacer balance. En 2004 nos hubiera parecido un lugar provocador. Sabemos que hoy divertirá a mucha gente dejando a otra fuera del tablero de juego.