Hacer de lo ordinario algo extraordinario. Con esa premisa nació una idea que cristalizó en 2018. La tuvo César Figari y la aplicó a su restaurante del barrio de Salesas: Quispe. Resulta que en Perú, de donde es este empresario hostelero además de ingeniero industrial, Quispe es el apellido más popular. Más de un millón de compatriotas suyos se apellidan así, pero muchos se avergüenzan de estar marcados por su origen indígena. Así que Figari pensó en un restaurante que pudiera reivindicar la cultura mestiza, paradigma también de la gastronomía de un país que se mantiene en lo más alto.
Quispe fue el primero, como grupo sumó después a Ponja Nikkei y a Sillao, ambos restaurantes también ubicados en Madrid. César ya había viajado por Asia, conocía bien España, había vivido en Barcelona y llegado a la capital para estudiar un MBA. Fue con su pareja y socia, la argentina Constanza Rey, arquitecta especializada en diseño de interiores de restaurantes, con quien llevó hasta el final este primer proyecto pensado al milímetro que en la primavera de 2023 se traslada de la calle Orellana al corazón del barrio de Salamanca. ¿Mudarse de un entorno más foodie a esta nueva ubicación de un supuesto mayor standing supone prosperar? El tipo de clientela lo dirá. A su disposición, un local grande y dinámico con unos cuantos espacios a diferentes alturas, y una zona de luz natural al fondo habilitada además para eventos de pie. Retratos naturalistas de gran formato en blanco y negro vuelven a ensalzar la belleza de la diversidad peruana. Apenas unos meses después del cambio todavía andan apurando para dar lo mejor de “punta a punta” del local, como indica un personal peruano (marca de la casa) muy servicial, casi reverencial.
En cocina no hay cambios sustanciales respecto al Quispe anterior. Cebiches (no negocian, con “b”), tiraditos y causas variadas remiten a un viaje que tiene algo de España (atún rojo de la Almadraba), algo de China y mucho del recetario de la gastronomía criolla. Makis (acebichado, batayaki, anticuchero…) y nigiris explican la potente influencia japonesa (también con la presencia de ebi furai, gambas rebozadas en panko). La carta es un compendio de “tapeo peruano” para compartir en generosas raciones.
El aperitivo empieza bien con un buñuelo achupetado de corvina y un poco de tartar atún toro con alioli, todo suave y ligeramente picante. Se impone el Cebiche Q, agridulce y más intenso de picante, que consiste en dados de corvina salvaje, pulpo troceado y chicharrón de centollo marinados con leche de tigre de ají amarillo. Para amantes del contraste, el siguiente plato dulce-salado puede ser el pastel de choclo: cremoso de maíz y ají amarillo, osobuco, boletus, jugos de estofado y espuma de parmesano. Y como colofón principal y al límite de lo sabroso, el arroz meloso de cilantro y zapallo loche con magret de pato ahumado, crema de rocoto y huevo de codorniz. Suficiente para hacerse una idea aproximada antes de volver a por más platillos en otra ocasión, tal vez a por un tiradito limeño de lubina salvaje (aquí hay producto), una causa de centollo y gambas, el pulpo al carbón con majado de yuca, el lomo saltado al wok, o el cochinillo con puré de camote, confitado durante seis horas (27 euros).
Tirar de vinos puede ser una opción tan válida como la de refrescarse con una cerveza Cusqueña. Pero es el pisco sour clásico, con la variedad Quebranta, lo mejor para ensamblar cada uno de los pases. Otros sours del pisco bar de Quispe para ir alternando son el Chicha (con casis, elixir de maíz morado, lima y bitter de naranja) o el Maracuyá. Los Chilcanos son siempre tragos más largos y conviene decantarse también por el menos dulce, con jengibre, lima y ginger ale sobre una base de pisco Acholado. No está nada mal si se es glotón para acompañar el postre de tres leches con crocante de chocolate más la cortesía final en forma de alfajores de chirimoya. Este homenaje a la mezcla peruana parte de lo popular pero no escatima lujos.