Yong Ping Zhang aka Julio no para. Escaleras arriba (vistazo a la cocina), escaleras abajo (comentario rápido del plato). El ritmo y la implicación de su equipo en el proyecto es igual de alto. Con diligencia pero sin prisas. “Volando voy, volando vengo. Por el camino yo me entretengo”. El estribillo podría suscribirlo nuestro joven y singular chef chino. Realmente Lamian no es un entretenimiento para él pero sí el paso intermedio (con vida paralela y ánimo de permanencia, ojo) entre el viejo y el futuro Soy Kitchen, que abrirá a partir de septiembre-octubre en otra localización. Julio no para. Su cabeza tampoco se da un respiro. Acaba de abrir esta taberna de ramen (o lamian=fideos chinos estirados a mano) pero tiene ya decenas de platos abocetados para el esperado aterrizaje otoñal del restaurante.
Su creatividad sí que no sabe de líneas rojas. Su cocina, por lo que tiene de fusión ibero-asiática, podría recordar a otros nombres que levantan pasiones semejantes (StreetXO, Nakeima…). Pero él, como aquéllos, va por libre. Su cocina es personalísima. Su radical mirada, única. Quien estuvo en Soy Kitchen lo sabe bien pero lo repetimos aquí porque con esta nueva propuesta de transición, más económica y accesible, podría haber tirado por una actitud acomodaticia, por agarrarse a ciertos gestos que funcionan… y no. No se conforma. Seguro que has comido muchos muchos cebiches en los últimos meses pero pocos muy pocos como su lubina acevichada con pimienta de Sichuan. Palabra. Ni siquiera sus emplatados tiran de lo convencional por muy línea “street food” que sea lo que tiene entre manos. No sólo hay cuidado, incluso algunas presentaciones tienden a una fresca y humilde elegancia. Como el muy casero y delicioso har gow de gambas (sección dim-sum "gimme more").
En el local no queda ni rastro de lo que fue. Mantiene repartido el comedor en ambos pisos (más cálido y recogido el superior) pero nunca dirías que ahí, a pie de calle, hubo unos metros cuadrados de bar-de-toda-la-vida (máquina de tabaco incluida), donde servía sus celebrados platos. Un atractivo interiorismo en azul y rosa chicle en paredes y techo (otro detalle: hasta en el diseño de la carta juegan con la misma gama cromática), con polivalentes mesas de madera de sencillo aire nórdico, taburetes junto a las ventanas y un puñado de gatos multicolor moviendo la pata “ad infinitum” tras la barra. El lavado de cara es espléndido. El local resulta agradable y cómodo, se ve moderno sin repetir tics. Apetece.
Y apetece volver sí. No sólo porque te has dejado una docena de platos sino, sobre todo, porque has probado SU ramen de rabo de toro, un bol que no querrás que acabe nunca. Adicción de la buena. No te preguntes qué lleva. Es como caerse en la marmita de Obélix. Un caldo con sabores bien equilibrados, de textura ligera y vibrante, donde fideos, carne y chopitos esconden ajos tiernos y chiles secos. Para perderse. Puedes regarlo con sake, jerez o alguna de las DO de su bodega (corta, eh, pero para qué más).
Aprovechad estas semanas y llamad para reservar. Que luego llega septiembre, volvemos todos a Madrid y no hay quien pille mesa. Ya sabéis cómo es esto.