Si retrocediéramos en el tiempo, veríamos a Félix construyendo su horno de leña como se ha hecho toda la vida en su pueblo natal, a pocos kilómetros de Aranda de Duero. Arena, barro, piedra. Viajando aún más lejos, le contemplaríamos mirando apesadumbrado las paredes llenas de cal, las vigas carcomidas y el tejado recién desmontado. “Había comprado casi un solar. Se me cayó el alma a los pies pero seguí”, recuerda. Tras dedicarse a la confección y montar su taller en Madrid, tuvo que reciclarse. En sus innumerables viajes por la A-1 nunca se había desviado por la M-604. “Un hermano tenía casa por la zona. Así que aquí abrí una taberna el 15 junio de 1996. Al principio daba tapas pero el horno me permitió ofrecer un poco de asado y empecé a fidelizar clientes gracias al cordero lechal”. Y así hasta ahora. La carta ha crecido (triunfan la carne a la teja, sus caracoles o el pastel de castañas), suma pescado y algún plato intermitente... pero, como los labradores, sigue mirando al cielo cada día. “Somos un pueblo pequeño y no estamos a pie de carretera. La nieve trae gente, la lluvia no”. También ha ampliado el restaurante (50-60 comensales), y ahora los hornos, porque son dos, llevan ladrillo refractario. Félix, jovial y eficiente, prefiere estar fuera, supervisando las mesas, moviéndose arriba y abajo entre sala y cocina, donde cuenta con una persona de confianza desde hace ya 12 años. “Me costó aprender a delegar pero ahora por fin estoy tranquilo gracias al equipo que tengo”.
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