Las casas por las que ha pasado Pablo permean de alguna manera en su proyecto (incluido el restaurante chino que ocupaba antes el local) pero hay algo que no tiene nadie en la ciudad y que es el verdadero germen de todo. “Esto empezó hace diez años con una codorniz y una copa de manzanilla. El resultado actual es la consecuencia de haber hecho muchas y al final encontrar la que querías, no la que te habías comido antes. Supongo que las cosas simples son las más difíciles de ver. La codorniz se confita y luego se fríe. Solo lleva aceite y sal, tiempo y temperaturas, nada más”. Y es una pequeña obra maestra de la cocina cinegética en mitad de una sala enorme, donde la luz acota y un meditado diseño va articulando los espacios.
Pero la experiencia del comensal empieza mucho antes. Con el bol de patatas fritas caseras que te espera en la mesa, señal inequívoca de disfrute futuro, buen trato y primera línea de diálogo con el cliente (la segunda será delante de la cava escogiendo un vino que no conoces). “Igual sumamos una carta sencilla, pero de momento hacemos un menú que se puede acortar o alargar a la medida de cada mesa. No hay que atropellar a nadie. Esto va de que estéis a gusto”. Y de un producto exhibido sin adornos y, aún no lo hemos dicho, de encumbrar los escabeches. “Creé una propuesta para hacer ceros, no dar a nadie. Pensaba que sería algo progresivo pero la cosa explotó y ahora en lugar de escabechar tres conejos, he tenido que comprar ollas más grandes porque hacemos siete.