Dicen los que saben de esto que estamos ante una de las primeras obras que escribió Shakespeare. Dada esa circunstancia se entienden, por un lado, las ganas de diversión y exceso; por otro, la búsqueda de un lenguaje propio pero todavía usando las típicas herramientas del teatro de enredo y tapados tan de su época; y, finalmente, la preocupación por el tema del amor y la amistad y por saber si uno está por encima de la otra o viceversa. Para eso planta como protagonistas a dos amigotes que se ven forzados a separarse, porque mientras uno, Valentín, busca su futuro lejos de Verona, el otro, Proteo, se queda porque está enamorado de una muchacha, Julia. Parece esa típica escena en la que dos colegas están de fiesta y uno termina yéndose con una chica y el colega le dice: "¿En serio te vas a ir con una tía y me vas a dejar tirado, a mí, a tu amigo del alma?". Ese tipo de chantajes siguen vigentes, más de 400 años después.
La cosa se da la vuelta más tarde, cuando Proteo es obligado a irse también a Milán, donde se reencuentra con Valentín, que resulta que ahora está colado por Silvia. Y al ver a Silvia, Proteo se olvida de Julia y se pone palote con la chica que le gusta a su amigo. Una chica que, por otra parte, es pretendida por un tal Thurio, amigo del padre de Silvia. Personajes femeninos que van como canicas de mano en mano sin poder decir mucho. La cosa se va enredando y más vale que no contemos nada más, que vayáis a verla y que comprobéis hasta qué punto Shakespeare podría ser guionista de La isla de las tentaciones… o cualquier otro atentado televisivo made in Tele 5.
El montaje es limpio y preciso, la historia a pesar del enredo se entiende y se sigue perfectamente, han hecho una buena poda al texto original. Puesta en escena muy de corral barroco, con un sencillo muro en el centro de un escenario desnudo, un elemento que sirve para todo y con el que el maestro Declan Donellan juega a placer. Pero si cabe destacar algo por encima de todo es el trabajo de los actores, volcados en lo cómico pero sin dejar de interpretar personajes, no caricaturas, aunque hay algunos que parecen dibujos animados por cómo se mueven, principalmente los dos protagonistas, Manuel Moya en el papel de Valentín y Alfredo Noval como Proteo. Irene Serrano y Rebeca Matellán, sus amadas (porque ellos siempre con el posesivo por delante), parecen más instaladas en el cliché, pero sin duda es exigencia de autor y director. Y quienes se llevan aplausos y ovaciones son Alberto Gómez como Thurio, Jorge Basanta como padre de Duque (que termina siendo sinónimo de patriarcado que todo lo pone en orden) y, sobre todo, la grandísima Goizalde Núñez, que se lleva al público al bolsillo cada vez que aparece. Su monólogo con el no-perro es para enmarcar y no olvidar jamás. Qué bien le sienta este teatro a esta actriz desde que hace 25 años apareció como un obús de la comedia en aquellas míticas Maravillas de Cervantes que dirigió Joan Font.