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El cineasta catalán Albert Serra, uno de los genios más iconoclastas de nuestro país, acaba de presentar una obra en el Museo Reina Sofía que está dando mucho que hablar. Se titula 'Personalien'. Él la define como una exploración audiovisual de los escritos del Marqués de Sade, donde aparece la fornicación más animal, el dolor y el placer, la carne del deseo convertida en manjar de buitres, en carroña que huele a descompuesto. Nosotros nos hemos sometido a esta experiencia de 45 minutos. Vamos a compartir impresiones.
Esa cosa tan física, tan olfativa... Los que conozcáis las películas de Albert Serra ya sabéis que en su cine abunda una atmósfera irrespirable y contaminada. 'La muerte de Luis XIV', por ejemplo, pasaba íntegramente alrededor del lecho de muerte de un rey con una pierna gangrenada que supuraba y hedía, quejándose con la saliva reseca en la boca bajo el peso de una enorme peluca blanca que le hacía sudar. Cuando había muerto, Serra filmaba la autopsia, ese vientre rajado de donde los médicos iban extrayendo intestinos enfermos, ennegrecidos, taponados de mierda. En 'Personalien' también podemos oler lo que pasa. El musgo y la humedad, el frío de la Luna sobre los pechos desnudos de esa marquesa que se arrastra entre las hojarasca con la falda levantada, mientras le marcan las nalgas con una fusta y ella pide más y más, mordiéndose el labio.
Un 'voyeur' en el bosque del pecado. Todo empieza descorriendo una enorme cortina negra. De pronto uno se encuentra en un cuarto oscuro con una pantalla a la izquierda y otra a la derecha. Ahí es donde nos introducimos en esa extrema sesión de 'cruising' del siglo XVIII, en el sigilo de una noche inquietante entre los matorrales del bosque. Solo se escuchan el viento y los jadeos. Son personajes anónimos, algunos aristócratas con la cara empolvada y enormes pelucas sobre la cabeza. Mujeres que pasean su sexo al descubierto y los muslos muy blancos bajo la jaula del miriñaque. Hombres peludos, mal aseados, con los penes flácidos y viscosos como caracoles moribundos, que lo único que quieren es que alguien les mee encima. Dentro de esa habitación prohibida uno se siente como un 'voyeur' que mira por el ojo de la cerradura de un tiempo pretérito.
La belleza del sadismo. Los árboles plateados, esa oscuridad que apenas descubre unos cuerpos que en un primer momento parecen figuritas de cristal tallado, tan hermosos y delicados, apenas visibles entre las ramas de los arbustos. Luego se azotan y penetran, se asfixian y se amasan como quien rasca las escamas de la piel del pescado, bajo los relámpagos de una tormenta que caen entre los palanquines acolchados de los nobles que se encuentran en ese rincón secreto y, a la vez, abierto al visitante que quiera sumarse a la orgía, al plebeyo y al esclavo, al feo y al maltrecho. Es la belleza de la decadencia, el esplendor del vicio incontinente, que se manifiesta de mil maneras. El que observa con lujuria, a través de un catalejo, el efebo que se deja tocar por viejos, la que acerca la entrepierna a la nariz del señor bajo un cuerpo enfundado en el corsé de flores para descargarle en la cara un chorro de orín que el otro recibe con agrado.
En brazos de Lucifer. La noche se parte en dos mitades, una en cada pantalla, donde vemos dos perspectivas del mismo momento, fragmentos que dialogan entre sí como dos paredes que se van acercando la una a la otra, hasta hacernos cautivos y no dejarnos escapar. Al entrar en la sala, aparte de las pantallas, un haz de luz os dará directamente en los ojos, os desorientará, os cegará y entre tumbos acabará por abismaros a ese agujero oscuro, profundo. Lo bueno es que una vez encontréis el camino, aparte de las imágenes de orgía, veréis cómo los siguientes visitantes entran perplejos, trastabillan bajo la luz, pierden el equilibrio, como si estuvieran a punto de caer entre las garras de un demonio que ronda la habitación. Solo Lucifer, aparecido entre una nube de azufre, tiene tanto poder. Albert Serra ha conseguido que nos pongamos todos de rodillas para besarle los pies.