Flores para un muerto resucitado
Boris Karloff encarnó a la criatura de Frankenstein en 1931, y le dio la apariencia de un zombi desaliñado, con la cara como un cubo abollado y dos clavos a ambos lados del cuello, que daban la sensación de que su cabeza se mantenía erguida por una barra de hierro que le atravesaba la garganta. En la escena más bonita de la cinta, vagaba entre los árboles y se encontraba a una niña vestida de blanco que, al borde de un lago, lanzaba margaritas al agua y las veía flotar. Aquí es donde el monstruo, tan feo y frustrado, con ese aliento pútrido que se había traído de la ultratumba, dejaba aflorar su melancolía.