Las vacaciones en un vaso para un Madrid de secano. Cabría resumir así el alma de este bar de nombre evocador. Un oasis de exotismo en la "Malasaña norte", más expuesto y grande que el anterior Tiki Chateau de San Vicente Ferrer, cerrado para alumbrar esta nueva criatura en la primavera del 2023. Algunos bares son sus propietarios. Miguel Escobedo dejó la abogacía y abrazó el escapismo. Se fanatiza a principios de los 2000 tras conocer la parafernalia del icónico Bora Bora. Había pasado el momento de House of Ming, Wagalag o Mauna Loa cuando Miguel se fue convirtiendo en uno de los mayores expertos patrios del género hasta querer ganarse la vida con esta tradición importada de Estados Unidos, aunque lo que a él le sedujo fue el fenómeno del tiki ibérico. Este Tiki Volcano vuelve a ser estandarte de unas esencias que los supervivientes no hicieron más que pervertir.
Si su primer local fue un bar tiki canónico –bien podría haber estado en Los Ángeles, tan talibán era Miguel que los cócteles los mezclaba dentro y no en la barra–, con el siguiente Chateau se relajó dando un giro europeo. Su actual Volcano, en la calle Manuela Malasaña y en un entorno cada vez más gastronómico, ocupa un anterior bar de cerveza que en los noventa fue un mítico del reggae. En él ha metido parte de su memorabilia de coleccionista en mercadillos y viajes: tótems, máscaras y mugs locos, lámparas setenteras del House of Ming, un póster de la peli española Tabú, libros viejos de misioneros y cazadores de cabezas, menús de bares antiguos… Con taburetes y mesas altas, un botellero de espejo y una planta baja a la espera de fiestas disipadas.
Casi todo lo que aquí se pide son cócteles. El público alterna despistados aventureros y conocedores, clientes de siempre, y mucho americano que aterriza a por su Navy Grog o su Jet Pilot de cabecera. Y gente del ron (jamaicanos y agrícolas, de Barbados y Guyana, rarezas de El Salvador y Ecuador, octanaje overproof). Aquí no sale humo de los vasos (ni hay shishas); son de cristal, algunos de cerámica. La performance polinésica de cartón piedra no es el caso.
La parte más comercial le obliga a tener un Mai Tai o un Zombie. Pero hay mucho más. Dispone de una carta orientativa con 17 cócteles: los imprescindibles, recetas propias, versiones de los grandes… Casi todas son pócimas para beber despacio mientras el hielo hace su trabajo. Los brebajes tiki son complejos, serios, fuertes y poco dulces con base de ron. Miguel usa siropes caseros como el falernum, fruta de la pasión y pimiento dram, zumos frescos de lima y piña, crema de coco y miel de caña.
El Lani Honi es un histórico de tres ingredientes: ron de Barbados, Benedictine y lima. El Julepe de Beachcomber es un clásico oscuro, interpretación asalvajada del padre del tiki, con dos rones de Barbados y Jamaica, miel, lima, naranja, granadina, falernum y pimiento dram. Menos pegada tiene el Saturno, curiosamente con ginebra, invento de un filipino apegado a una historia freak. El Bikini Martini, con ron de Haití (Clairin), pomelo, lima y especias, recuerda a un daiquiri: "La coctelería tiki es un daiquiri elevando al cubo cada ingrediente", recuerda Miguel. Su Zombie es más rebajado que el de 1934 pero aporta la misma magia original de pomelo más canela. Aun así, no conviene repetir. El Mai Tai ibérico es un "cóctel conceptual" con rones españoles y ratafía.
El barman de la camisa hawaiana se divierte con los cócteles sin alcohol, unos más cítricos, más especiados o afrutados, versiones de clásicos para las que sustituye el destilado por infusiones de especias como la genciana. Suena de fondo un theremin. Una parte indisoluble del lugar es la ambientación musical, una mezcla de exótica, latin y fifties. "Puedo ponerte un bloody mary pero no negocio con la música", zanja. El tiki no es una broma.