Una esquela personalizada de aire gótico ilustra la portada de una carta, concisa y transparente, que pronto sumará cuatro creaciones propias. “Tenemos dos máximas: no copiar nada ni a nadie –ni estética, ni actitud, ni selección musical– y crear comunidad, una red de carne y hueso, que vengas y puedas charlar amistosamente con el barman o con otros clientes”, refuerza Alberto Villarroel, uno de los socios fundadores. La coctelería, perfilada por luces bajas y detalles singulares (cuadros del tatuador Robert Hernandez, confesionario en hierro y madera de diseño exclusivo, vitrina con material de Bottesi...), exhibe un carácter tan único como innegociable.
Con aforo para 60 personas sentadas (cuidan igual la barra y la sala), el local es una sucesión de espacios para estar tan cómodo como recogido, donde entregarse a un old fashioned (un mal día) o un daiquiri (para celebrar). O dos. Bajo un firme código de limpieza, discreción y elegancia defienden su trabajo quienes visten ese negro riguroso de Johnny Cash sobre una playlist siempre atenta al ambiente. Raro, pero quizás suene algún día aquel estribillo indie, “Santos que yo te pinte, demonios se tienen que volver”, y, por magia negra, se abra una puerta secreta. Tenemos nueva guarida.
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