El mar es el protagonista absoluto pero quizás su formidable unión entre el bar castizo de siempre y un contemporáneo 'oyster bar', donde el ladrillo visto y el mármol blanco se funden con una cuidada iluminación y un servicio joven y dinámico, sea su mayor logro. Todos los perfiles caben alrededor de su imponente barra en forma de U (o en el pequeño comedor donde podéis reservar mesa).
Entre el bullicio se cruzan un grupo de modernos, el señor bien del barrio y una pareja de japoneses. Tal heterogeneidad de clientela se sostiene en una amplia oferta. La carta presenta un rebosante catálogo de salazones, huevas y ahumados, mucho laterío fino y producto de temporada; ahora llega el erizo gallego, que traen, como su producto estrella, cada martes y viernes.
Pero si algo pretende esta taberna es convertirse en segunda casa de todo aficionado a las ostras. No solo ofrecen orientación y un producto de primer nivel sino también un marco incomparable (y para muchos inédito) si se va con ganas de experimentar. Claro que podéis quedaros en compartir media docena de francesas o gallegas, que no fallan, pero resulta más didáctico e interesante organizarse una gozosa 'masterclass' en el espacio que ocupa una bandeja de 30 centímetros. Hay dos tipos de asturianas, dos valencianas y la joya de la casa, las de Sol de Tarbouriech, que se crían en el delta del Ebro y sacan a la superficie dos veces al día.
Distintas aguas, profundidades y formas de cultivo generan un espléndido abanico de carnosidad, sabor y tamaño. La bodega se acomoda perfectamente a su propuesta. Mandan los blancos. De un txakoli o una copa de cava a una botella de champán.