El concepto de caña y tapa trasladado a una coctelería de Chamberí. Un bar de barrio y de diario para un vino, un vermut o un negroni. Marwan Chagouri y Peter Maliszewski unieron su pasión por servir bebidas y consiguieron abrir su primera y pequeña gran aventura en un local minúsculo tras trece meses de obra infernal. En el entorno de Olavide cada vez se beben más cócteles y Cheequitín Cocktail Bar viene a sumar con su propia identidad de tragos y snacks.
Peter (29 años) es de Atlanta pero su madre es madrileña; Marwan (31 años) nació en Lavapiés pero proviene de Casablanca. El primero estudió hostelería en Sevilla, el segundo la ha trabajado en locales como Brown Square, Inclán Brutal Bar, Nouba o El Clásico (grupo El Pradal). La mezcla surgió al conocerse en Gil’s Cocktail Bar. No imaginaron que hacer realidad el proyecto en común les haría sudar hasta el punto de gastarse lo que no tenían. Les pasó de todo con esta destartalada sede de La Tasca de Paco (calle Hartzenbusch), cerrada los últimos quince años y que tuvieron que reformar tirando de imaginación. Hasta que “familia y amigos han formado este sueño”, afirma aliviado Marwan mientras a primera hora de la tarde suena Julio Iglesias con Los del Río. En la siguiente franja horaria el propio Marwan elige a Renato Carosone y a Pino D’Angiò, más tarde a Black Coffee y música negra tranqui cuando ya el bar, para dieciséis personas sentadas, va cogiendo ambiente nocturno. Abren pronto todos los días, a las cuatro puede ser la primera copa decente de la zona. Los fines de semana buscan abrirse al aperitivo, con vermuteo y “cheequitines”.
Aclaración: el bar toma el nombre del cariñoso apelativo con el que Marwan se dirige a Peter, casi dos metros de bartender. Aprovecharon para llevarlo al concepto de carta con ocho pequeños cócteles de autor (85 ml, poco más de la mitad de un cóctel normal) servidos en copas de cristal polaco. Cada uno lo presentan junto a un bocado frío que sustituye al garnish y que cumple con su idea de compañía. Los chicos tienen inquietud gastronómica y preparan un calendario con chefs y restaurantes del barrio. No solo gildas, como la de pulpo (de Hijas de Bernabé, Campo Real) que llega junto al Navegante (13€), un coctelito sabroso de brandy VSOP, whisky de centeno, Carpano Bianco y cordial de tepache. Todas las producciones líquidas son caseras, como el falernum. También el sirope de té Oolong, ingrediente con nota láctea y ahumada del Me va, me va (10,50€), más manzanilla, Italicus de bergamota y lima. Su compañía es un tapenade, de oliva pero sin ajo, con navaja sobre pane Carasau. El Fe·Nez lleva Gin Nº3, Mandarine Napoléon, palo cortado y un blend de vermuts al hinojo (apenas se aprecia) con dos franceses, La Quintinye y el blanco Noilly Prat, y uno rústico, también de Campo Real, dentro de una de las frascas de grifo apiladas con las preparaciones alcohólicas. Se sale de la norma Pyrus Mule (11,50€), una alegre versión en tacita de un Moscow Mule con tequila y mezcal, shrub de pera y tomillo, en armonía con la punzada fresca del ceviche de berberechos.
No son partidarios de beber con chuches ni frutos secos. Aunque harán lo necesario por cumplir con la hospitalidad: “Nos gusta la coctelería pero amamos atender; sobre todo, somos hosteleros”. La cinta de lomo la reservan para los vinos (seleccionados sin grandes sorpresas por la tienda cercana Vino & Compañía) y el botellín de Mahou verde que sale helado a -2º. Al mismo tiempo, les gusta airear los cócteles con el tradicional método de escanciado. Así como presentar en tamaño normal y sin armonía sólida los pocos clásicos que detallan en la carta. El daiquiri, con ron Plantation Pineapple (falta redondez a pesar de la elección de un gran producto), en copa Koshu; el negroni (mejor acabado), con vermut Antica Formula, gin MG, Campari y Amaro Montenegro, en vaso bajo óptico. Poco a poco deberán ir ganando en finura para ser el mejor bar chiquito pero matón que prometen.