Pocas cosas hablan de Madrid como las tabernas. En ellas se daba cita la vida mundana, la disfrutona, la jarana. Bodegas Rosell es una de las fundamentales, un reducto atemporal del buen comer y el buen beber en manos aún de la familia Rosell.
La fachada habla de los años 50, cuando apuntaba maneras de taberna. En los 20 era una casa de comidas, y antes un despacho de vinos a granel. Hoy los vinos continúan junto al vermut de grifo, ambos anunciados en los azulejos de Talavera pintados por Alfonso Romero a principios del siglo XX.
Qué ganas le dan a uno de una caña y un pincho de tortilla cuando ve esos azulejos. Maravilla, pero no la única. Porque la Rosell está entre la tasca y la neotaberna (con tal de reinventar). Así que sirve cosas de toda la vida pero de calidad como los mejillones del aperitivo, en escabeche y hermosos, nada de bivalvos minúsculos.
Entre el retrato de camarón y las guitarras de las paredes se mueven Manolo Rosell recomendando vinos y Pepe Rosell con la batuta de la sala, moviendo afirmativamente la cabeza cuando alguien pide bacalao en tosta, brandada, al horno, rebozado, en croquetas o con apellido Rosell, desalado y macerado en aceite de oliva.
No arriesgan, pero para qué teniendo Patatas de la abuela, (huevos rotos pero con patatas de la tortilla), croquetas (qué jamón), salmorejo y tostas, muchas y muy variadas. Lo suyo es hacerse hueco en el bar, pero también se puede ir a mesa puesta al salón contiguo y pedir plato de cuchara, como un rey.