© Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
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10 cuadros imprescindibles del Museo Thyssen-Bornemisza

Grandes maestros, referentes del XIX o vanguardias artísticas: los mejores cuadros del Thyssen

Irene Calvo
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A diferencia de otros museos nacionales, el Thyssen parte de una colección privada, la del barón Thyssen-Bornemisza. La familia Thyssen siempre tuvo interés por el arte y a principios del siglo XX, comenzaron a adquirir obras. El coleccionismo se mantuvo a lo largo de todo el siglo sin que se expusiera de forma permanente. En 1992, gracias a un acuerdo con el gobierno español, se inauguró la actual sede del Museo Thyssen-Bornemisza. Las obras del nuevo museo complementaban a las colecciones del Museo Reina Sofía y del Prado y así surgió el llamado “Triángulo del Arte”, compuesto por las tres instituciones, que se encuentran muy cerca las unas de las otras.

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Mata Mua. (Érase una vez). Paul Gauguin, 1892. (Sala F).

Gauguin emprendió su viaje hacia Tahití en 1891 en busca de un lugar alejado de la vida europea. El artista francés quería encontrar la inspiración en las civilizaciones de la Polinesia francesa. No era la primera vez que salía del país para pintar (ya había estado en Panamá y Martinica), pero sentía que esta vez encontraría lo que buscaba y a su vuelta se haría rico vendiendo las obras y así se lo transmitió a su mujer e hijos, que se mostraban escépticos. En Tahití, Gauguin se interesó por la cultura maorí y sus deidades, en especial la diosa Hina, La Luna. En “Mata Mua” el pintor compuso la escena a base de situaciones aisladas que había observado. El paisaje está formado por superficies de color superpuestas, sobre las que el autor sitúa a los diferentes personajes femeninos. Al fondo, un grupo de mujeres baila alrededor de Hina, mientras que en primer plano una muchacha toca la flauta para la diosa. A pesar de que Gauguin estaba muy satisfecho con este cuadro, tuvo que rebajarlo para poder venderlo. En la actualidad se considera una pieza fundamental del postimpresionismo.

Bailarina basculando (bailarina verde). Edgar Degas, 1877-1879. (Sala 33).

El pintor francés encontró en la rapidez del baile y la fugacidad de la actuación una bella representación de lo que para él significaba la realidad. Degas quería pintar lo fugaz de la vida y halló en la danza la metáfora perfecta. En esta época el artista se había unido al grupo de los impresionistas, tras pasar desapercibido en las exposiciones del Salón de París, organizado por la Academia de Bellas Artes. Sin embargo, el pintor no se consideraba impresionista, sino realista.

Degas estaba completamente fascinado con la danza, ya que en los ensayos y actuaciones podía estudiar la figura humana en movimiento. Gracias a la técnica del pastel, el francés podía capturar sobre el papel ese dinamismo del baile que tanto le interesaba. Es el caso de esta obra, donde el artista demuestra un virtuosismo del pastel nunca antes visto.

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Habitación de hotel. Edward Hopper, 1931. (Sala 45).

El no-lugar es un concepto creado por el antropólogo Marc Augé en los años 90 del siglo XX, que se refiere a los sitios que no están creados para ser habitados, sino transitados. Uno de los no-lugares por excelencia son los hoteles. En este lienzo, el artista pintó, antes de que existiese la definición de Augé, uno de estos no-lugares.

Hopper se formó en arte en Nueva York y después viajó por Europa para estudiar a artistas clásicos y contemporáneos. Su particular mirada sobre el mundo nos devuelve escenas cotidianas cargadas de soledad, acentuadas por el juego de luces y los cuidados detalles que invitan a pensar en la historia que esconden los personajes.

Este fue el primer cuadro de gran formato de Hopper y el que dio inicio a una serie de pinturas ambientadas en hoteles. El artista muestra la intimidad de la mujer en la fría habitación, mientras consulta un papel donde podrían aparecer los horarios de un tren. Gracias a la perspectiva, Hopper consigue que los espectadores sientan que observan sin ser vistos, una cómoda posición de voyeurs que invita a la reflexión sobre las relaciones humanas.

Sin título (Verde sobre morado). Mark Rothko, 1961. (Sala 47).

El color para Mark Rothko era una forma de comunicarse con el alma, de transmitir emociones profundas y de hablar sin utilizar palabras. Sus cuadros fueron evolucionando desde un expresionismo abstracto, con el que no se sentía identificado, hacia una abstracción muy personal. El artista utilizaba figuras rectangulares suspendidas en un espacio indeterminado y bloques de color y acostumbraba a usar lienzos de gran formato, puesto que creía que así se conseguía una mayor intimidad con la obra. El óleo era aplicado en finas capas que se superponían, casi como si fuera una delicada acuarela, de manera que Rothko conseguía una profundidad única en sus piezas.

A partir de los años 60, el artista comenzó a usar una gama cromática más sombría, como en esta obra. Este cuadro marca el inicio de una nueva etapa del autor, muy influenciada por su depresión y caracterizada por el uso de colores como el verde, morado o marrón que aportan hermetismo a sus obras, a la vez que estremecen al espectador.

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Retrato de Giovanna degli Albizzi Tornabuoni. Domenico Ghirlandaio, 1489-1490. (Sala 5).

Giovanna Tornabuoni fue una noble florentina que contrajo matrimonio con Lorenzo Tornabuoni en 1486. Dos años después, la joven, de tan solo veinte años, falleció mientras daba a luz. Ghirlandaio recibió el encargo de realizar este retrato póstumo de Giovanna, a quien había retratado antes en los frescos de una iglesia florentina, encargados por el suegro de la mujer.

Este lienzo es un excelente ejemplo del retrato florentino del “quattrocento”. Giovanna aparece de perfil, erguida, con los brazos relajados y las manos juntas. El artista idealizó los rasgos de la joven y adaptó sus proporciones para acercarse a los cánones clásicos. Al fondo aparece un sencillo marco sobre el que reposan una joya, un libro de oraciones y un rosario. También se puede ver un pequeño papel o “cartellino”, en el que aparece la fecha de la muerte de la joven, junto a unos versos en latín: “¡Ojalá pudiera el arte reproducir el carácter y el espíritu! En toda la tierra se encontraría un cuadro más hermoso”.

Les Vessenots en Auvers. Vincent van Gogh, 1890. (Sala 34).

En mayo de 1890, Vincent van Gogh abandonó París rumbo a Auvers, una pequeña y tranquila localidad al norte de París, donde artistas solían pasar temporadas y donde también vivía su médico y coleccionista, el doctor Gachet. Unas semanas más tarde el pintor fallecería. En la última etapa de su vida, van Gogh fue más productivo que nunca, llegando a pintar cientos de obras. Una de las últimas fue este pequeño óleo, pintado del natural. Un paisaje a las afueras de Auvers, donde aparecen unas casas viejas junto a los campos de trigo y algunos árboles. El artista utilizó colores luminosos y pinceladas rápidas y agitadas para producir un ritmo ondulante, característico de su última etapa.

En la obra, a pesar de transmitir una sensación de libertad gracias a los coloridos y amplios sembrados, se puede percibir cierta melancolía y soledad, un reflejo del estado anímico del artista en esos momentos, que decidió quitarse la vida mientras paseaba por uno de esos dorados campos de trigo tan solo unos días después.

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Retrato de George Dyer en un espejo. Francis Bacon, 1968. (Sala 49).

La pintura de Bacon no deja indiferente. Atrae y desagrada, inquieta y crea curiosidad, se entiende y desconcierta a la vez. El pintor inglés estaba interesado en analizar la existencia del ser humano y sus luchas internas. Por eso, sus retratos suelen mostrar un estado anímico, incluso espiritual, que va más allá de la apariencia física.

George Dyer era el amante de Bacon. Tenía un pasado un tanto turbio: había tenido problemas con la ley y apenas sabía leer y escribir. Su relación terminaría pocos años después de que el artista le dedicara este cuadro, en 1971, cuando Dyer murió a causa de una sobredosis. En esta obra existen, en realidad, dos retratos del protagonista, que aparece sentado en una silla giratoria. Su rostro es una extraña torsión pictórica que transmite angustia. Para conseguir esto, el artista trabajó la pintura con el pincel y los dedos. El segundo retrato aparece en un espejo situado sobre una extraña peana. Aquí la cara de Dyer posee unos rasgos más naturalistas, sin embargo, está dividida en dos, como si el rostro fuese una máscara que se desprende de la cabeza

Reflejo con dos niños (autorretrato). Lucian Freud, 1965. (Sala 49).

La figura humana siempre fue el tema central de la producción pictórica de Freud. El pintor, nieto del famoso psicoanalista, llegó en 1933 a Londres huyendo de la llegada al poder de Hitler en Alemania. Desde niño se interesó por la pintura y tras estudiar pintura y dibujo, comenzó a vender sus primeras obras, que tuvieron muy buena acogida. Freud disfrutó de reconocimiento y fama en vida y es considerado uno de los principales representantes de la pintura figurativa inglesa.

Su manera de representar el cuerpo era un tanto perturbadora, ya que se centraba más en los aspectos psicológicos que en el parecido de los modelos o las poses estéticas. En este lienzo el artista mira hacia un espejo colocado en el suelo, en un giro un tanto rebuscado que no permite entender a primera vista la escena. La composición obliga a recorrer con la mirada su figura hasta comprender la postura del artista. Los dos pequeños situados a la izquierda son Rose y Ali, sus hijos. Esta forma de retratarlos está inspirada en la tumba del enano egipcio Seneb y su familia, donde aparecen los hijos del escriba en la misma posición que los de Freud.

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Lirio blanco nº7. Georgia O’Keefe´,1957. (Sala 46).

Georgia O’Keefe es conocida por sus personales y sugerentes lienzos de flores. En este primer plano de un lirio, muchos vieron una alusión a los genitales femeninos, como en muchos otros lienzos de flores que la pintora realizó. Lo cierto es que O’Keefe siempre negó que sus cuadros de flores tuvieran este tipo de interpretación sexual, aunque jugaba con la idea de que cada persona viera algo diferente en lo que ella representaba: sencillamente, una flor. Las formas naturales se tornan casi abstractas en este cuadro gracias al encuadre de influencia fotográfica y al primer plano de la planta.

O’Keefe nació en una pequeña granja de Wisconsin, se formó en arte y trabajó como profesora e ilustradora hasta que comenzó a exponer en la Galería 291 de Nueva York, que le proporcionó reconocimiento y ventas. La artista es considerada una de las máximas representantes de las corrientes de vanguardia de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos.

Composición de colores / Composición nº I con rojo y azul. Piet Mondrian, 1931. (Sala 43).

Para Mondrian la geometría simbolizaba el orden frente al caos que representaba lo natural y lo salvaje. El artista tenía por objetivo la reducción del lenguaje pictórico a elementos geométricos y así fue como comenzó a trabajar con las líneas verticales y horizontales. Esta retícula en la que se insertaban cuadrados de colores primarios aportaba el ansiado equilibrio que Mondrian perseguía.

El artista nació en la provincia de Utrecht, en Países Bajos, y trabajó como profesor de dibujo hasta que ingresó en la Rijksakademie van Beeldende Kunsten de Ámsterdam, donde se empezó a relacionar con otros artistas relevantes. En 1917 fundó, junto a otros colegas, “De Stijl”, una revista que difundía el neoplasticismo, un movimiento artístico que buscaba plasmar la verdad del universo a través de la reducción de los elementos plásticos. Aunque cuando pintó esta obra ya no pertenecía a De Stijl, Mondrian continuó pintando bajo las premisas del neoplasticismo del que es uno de los máximos exponentes.

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