Raimon Molins ha querido en su adaptación de 'Casa de muñecas' de Ibsen denunciar la actitud del individuo frente a unos valores sociales caducos y no centrarse en la crisis existencial de una mujer y su violento despertar a la responsabilidad adulta. Un análisis que el mismo Ibsen defendía. Pero ahí está Nora, en medio de su cataclismo, actuando como si fuera la última en tomar el camino de salida cuando hace más de un siglo era la primera en dar el portazo. Extraña como el director-dramaturgo provoca que estemos más atentos a la molicie del personaje, ser anacrónico rodeado de un paisaje humano con luchas más actuales, como las que podrían enarbolar Kristine Lind y el Sr. Nil Krogstad transformado en la Sra. Oda Krogstad. Es la Nora que está esperando Elfriede Jelinek en su factoría proletaria para asentarle la definitiva bofetada de realidad.
Más interesante parece la estética –la desvaída gama cromática de la fotografía del spleen pijo de Sofia Coppola–, el uso del espacio de la Sala Atrium y la interacción con la cámara. Por momentos esta Nora parece un sofisticado reality-show sobre la metateatralidad, con los intérpretes sometidos a la esclavitud e hipnótica atracción-atención del objetivo.