Seis horas de teatro, sí. Seis horas de hombres hablando sobre derechos, libertades, homosexualidad y compasión, exactamente. Ese es el reto de L'herència: querer entrar en este mundo levantado por Matthew López y no tener intención de marcharse. Seis horas en las que nos adentraremos en las vidas de Eric Glass, Toby Darling, Walter Poole, Adam MacDowell y Henry Wilcox, viajaremos a los años 80, a Nueva York, en plena brutal epidemia del sida, y volveremos a nuestro tiempo, al final del segundo mandato de Barack Obama y al primero de Donald Trump, en un viaje de ida y vuelta que nos hará soltar alguna lágrima. Porque quizás no sepamos nada de todo aquello, o quizás lo hayamos olvidado.
Ese es el reto de L'herència: querer entrar en este mundo levantado por Matthew López y no tener intención de marcharse
López propone un camino a dos velocidades: uno para quienes conozcan Howards End, la novela que escribió el inglés E. M. Forster a principios del siglo XX; otro, para quienes no lo hayan hecho. Los que al menos hayan visto la película de James Ivory harán rápidamente las analogías pertinentes, reconocerán escenas, personajes, incluso sabrán qué viene después: verán a Margaret Schlegel en Eric Glass, sentirán a Ruth Wilcox en Walter Poole, sonreirán al oír que el cerezo tiene unos dientes de cerdo incrustados, disfrutarán con los paraguas perdidos... Y gozarán con las desviaciones, los juegos y los hallazgos. Los que no, tendrán ante sí un mundo nuevo, quizás lo suficientemente interesante. Pero López ya avisa, desde la primera escena, que la historia de las hermanas Schlegel es importante para entenderlo todo.
Porque aquí, en realidad, hay dos obras. O, más bien, dos personajes. Por un lado, Eric (Albert Salazar), quien sostiene con firmeza el artefacto forsteriano. Y por otro, su pareja durante la primera parte de la función, Toby (Carlos Cuevas), quien se rebelará contra el autor, quien no quiere saber nada del destino. Y es en la tensión entre ambos, entre Howards End y L'herència, donde encontramos destellos de luz, donde la función centellea.
Toby es el dramaturgo, del que sabemos poco, quien no se muestra. Mientras el resto de personajes se despliega, él se repliega. Mientras los demás siguen un camino coherente, incluso esperado, él duda, refunfuña y se arriesga. Mientras Eric es la memoria, el receptor del dolor colectivo, quien debe transmitir un legado, Toby debe lidiar con su propia herencia.
Josep Maria Mestres no se ha complicado demasiado la vida ante todo este material y una compañía que se deja la piel. El reto era pasar del grupo de actores que quiere escribir una obra y cuenta con el propio Forster (Morgan) para sacarla adelante, a que el teatro dentro del teatro vaya desapareciendo sin hacer ruido. El director es tímido a la hora de romper la cuarta pared, de calentar el patio de butacas (no hablamos de sexo), de hacer entender al público que lo que tiene delante no es una historia lejana. El cierre de la primera parte es brillante, pero hace que la emoción tarde demasiado en llegar: llevamos más de tres horas en el teatro.
El cierre de la primera parte es brillante, pero hace que la emoción tarde demasiado en llegar
Aun así, estamos ante unas interpretaciones mayúsculas de Cuevas y Salazar, sin olvidar el auténtico pilar de la función: Carles Martínez. Ahora vestido de Morgan, ahora de Walter Poole, tiene las llaves que abren todas las puertas. Es nuestro guía y quien introducirá tramas y relaciones entre personajes, temporales e intertextuales. Es la compasión y la pasión. Desde la fragilidad, es Martínez quien nos agarra del cuello y quien hace que ese Nueva York gay de la segunda década del siglo XXI sea completamente nuestro.
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