Hermann Bonnín es, al menos, sincero. Para llevar a escena 'La meva Ismènia', del decimonónico autor francés Eugène Labiche, ha tenido que reprimirse, ha tenido que renunciar, como dice él, a llevar el texto "a un terreno más exquisito". Tenía el impulso de crear zonas oscuras, ambiguas, pero tenía que "renunciar a todo esto para jugar a favor de la capacidad del actor de comunicar lo que el texto quiere decirnos". ¿Por qué? Pues, porque 'La meva Ismènia', estrenada en París el 1852, es un vodevil, un vodevil clásico, con todo lo que esto comporta. Un ritmo, un tiempo, una partitura perfectamente definida. Una pieza de un género, como mostraba Xavier Albertí en la muestra sobre el Paral·lel del CCCB, se arraigó con fuerza en la Barcelona de los años 20 del siglo pasado -en una versión que poco tenía que ver con lo que se hacía más al norte -, hizo un hueco en las vanguardias y murió. Aquí, porque en Francia hace poco lo han encarado un director wagneriano como Patrice Chéreau u otro de esos que monta obras de Dostoievski que duran diez horas, como Peter Stein. Ahora es el turno de Bonnín.
De entrada, para saber de qué va la cosa, nos colamos en un ensayo en La Seca, en el segundo piso, donde Lina Lambert, Jaume Pla, Mingo Ràfols, Teresa Urroz y Anna Ycobalzeta pretenden hacer un pase de 'La meva Ismènia'. A pelo. Sin vestuario y con su capacidad interpretativa como única arma. Ante mis ojos veré cómo el señor Vancouver (Pla), hombre importante de Le Mans, población con pretensiones cerca de París, hace todo lo posible para evitar que su hija Ismenia (Ycobalzeta) encuentre pretendiente. Pero la hermana de monsieur, Galatea (Lambert) está harta, ya que quiere saber de una vez a quien legará su inmensa fortuna: no tiene hijos e Ismenia también es su heredera. Así que decide presentarle a un hombre, Dardeboeuf (Ràfols), que es casi perfecto. Por medio, la sirvienta clásica, Chiquette (Urroz) será testigo, y por lo tanto, parte, del desorden. Cuando me pone un pie encima y me enseña la liga roja que luce mientras me canta a dos centímetros, debo reconocer que me mata.
Ahora entiendo lo que me quería decir Bonnín con lo de darle el protagonismo al actor, su comicidad, para que se convierta en comediante. Quizá por eso ha escogido un quinteto de intérpretes más bien dramáticos, pero que "han sentido las vibraciones de la comedia". Todo depende de ellos, de cómo se ajustan a la partitura de 'La meva Ismènia', a los estereotipos del padre dominante, la hija boba, el pretendiente acaparador, la tía inteligente y la criada expansiva.
Bonnín nos dice que después de hacer duran años a Maragall, Palau i Fabre o Strindberg, le apetecía "afrontar una cosa ligera", y el vodevil se le presentó en frente en forma de recuerdo de una conversación con el gran pedagogo Jaume Melendres, que había montado la obra de Labiche en el Institut del Teatre de finales de los 70. Melendres, rememora Bonnín, adoraba el carácter matemático, de partida de ajedrez, del vodevil. Y Bonnín ve un género que precede al cine, por la inexistencia de tiempos muertos, por la continuidad infinita de las acciones.
"Soy de una generación que ha sido negligente con el concepto de 'comediante', quizá por el compromiso brechtiano. Y en el vodevil no se valora el por qué, el a dónde voy, el de dónde vengo, la psicología, sino la acción, la acción pura y dura", afirma el veterano director. Y no olvidamos que para muchos pensadores el motor de la creación nace del ritmo. Un ritmo endemoniado que en el caso de 'La meva Ismènia' hace que no puedas parar de reír.
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