La inmensidad de la angustia de una mujer con claros signos de haber sucumbido al “síndrome del nido vacío”, derivado en un profundo cuadro depresivo con asistencia farmacológica. El público no tiene otra alternativa que bracear a favor o en contra de un personaje que no avanza, que sólo da vueltas sobre su propio delirio por el abandono del hijo amantísimo y las sospechas de traición del resto de personas que conforman su pequeño mundo de amores con recibo.
Aunque parezca sorprendente este estancamiento es la situación perfecta para que la protagonista (Emma Vilarasau) despliegue todo un recital de virtuosismo interpretativo. En un entorno dramático en el que han dejado de existir tiempo y espacio, sólo queda el talento y la pericia para llenar este mar muerto de una exhibición de emociones negras. Una golosina para cualquier actriz capaz de responder a este reto sin destino.