De fábulas sobre el capitalismo salvaje, sobre sus efectos destructivos en las personas y todo lo que ha supuesto para diversas generaciones de seres humanos, se han estrenado unas cuantas en nuestro país. Desde las magníficas Lehman Trilogy de Stefano Massini y El dragón de oro de Roland Schimmelpfennig, o El montaplatos de Harold Pinter y, sin ir más lejos, Temps salvatge de Josep Maria Miró o Del fandom al troleig de Berta Prieto. La cadena del fred juega en esa liga, lo cual no es nada insignificante, y podemos decir que guarda bastante relación con la pieza de Schimmelpfennig que dirigió Moisès Maicas. Pero Yaiza Berrocal le ha añadido un importante componente generacional y autobiográfico.
Porque la protagonista de esta historia, Lola (Valèria Sorolla), intolerante a la lactosa y fanática de las patatas fritas ultracongeladas McCain, se parece bastante a la autora, según se puede leer en lo que se dice de ella en la web de la Sala Beckett. No sabemos si tuvo una madre (Montse Esteve) que hacía turnos dobles en una residencia de ancianos y un padre (Manel Sans), obrero de fábrica, exmilitante del PSUC y empedernido coleccionista. Pero esa es la familia que nos presenta Berrocal, una inmersión en una Cataluña progresista y obrera, cuyos hijos han preferido comprar acciones con el dinero de la universidad para mantener los absurdos sueños capitalistas de la infancia.
Sorolla y Esteve protagonizan algunos momentos estelares, peleas, choques dialécticos y luchas generacionales
La cadena del fred es una obra que hace un repaso interesante de la historia de esta parte del mundo en las últimas tres décadas, del desencanto de los padres a la pura supervivencia de los hijos. Todo se estructura a través de una conversación entre Lola y un trabajador de McCain (Pep Planas), gracias a la cual la protagonista irá desvelando qué ha sido de ella hasta el momento del encuentro. Y ahí quizá reside uno de los problemas de la obra, ya que es mucho más interesante el pasado que la acción en presente, de la cual sobra alguna escena.
Todo, sin embargo, está muy bien atado. Marta Gil dirige con solvencia el montaje, con poco relleno, respeto hacia el texto original y un potente subrayado de la fábula. Una dirección sobria y detallista, marca de la casa. Sorolla y Esteve protagonizan algunos momentos estelares, peleas, choques dialécticos y luchas generacionales. Son dos caras de una misma moneda. Y todo pasa por ellas, con los hombres convertidos en meros espectadores de la vida.