Cuando aparecen Laura Daza y Clara de Ramon trajinando un ataúd en un escenario de estilo victoriano, puede que nos pueda parecer que cargan al conde Drácula. No sabemos muy bien qué entierran, en qué funeral estamos y, en cuanto hablan, con vacíos y omisiones intencionados, mientras se dirigen al público, a la concurrencia, la cosa nos queda menos clara. ¿Entierran una persona o un concepto?
Estamos en un sitio sin lugar, en una funeraria que debe cerrar porque ya nadie muere. Ambas chicas ven fantasmas, hablan. Y pronto aparece su madre (Rosa Vila), un espectro, que les dice que van a transformar el local en un museo. El museo de la muerte. Ellas no lo tienen claro, ya que añoran la muerte. Por eso deciden montar una fiesta, un funeral que sea una celebración.
¿Y qué ocurre cuando estamos ante una obra nada naturalista que pone a trabajar a la cabeza del espectador? Pues que sales del teatro revigorizado, con ganas de más, satisfecho de haber visto cómo la trayectoria de la compañía Produït per H.I.I.I.T. ha dado un paso más. Y lo tenían difícil después del magnífico 'La meva violència' de la pasada temporada y aquel 'Hàbitat [Doble Penetració]' (Sala Atrium, 2018), donde los pusimos en el radar. El texto y la dirección de Roger Torns son de madurez, de alguien que ha aprendido el oficio y pide más.