Si versiones, aunque sea muy parcialmente, una obra clásica de la potencia de la 'Ilíada' corres un riesgo considerable. Si te inspiras de forma transparente, también. Porque es muy fácil que el espectador piense que se queda con el original, que los experimentos, mejor con gaseosa. Pero lo que hace Alberto Conejero con Homero es otra cosa, más profunda, ya que se apropia de la poética del texto para hacerlo contemporáneo a partir de un episodio concreto, la relación entre Aquiles y Patroclo, que Platón pone como ejemplo de amor romántico en 'El banquete'.
Patroclo no es un personaje menor. Homero recurre a él a menudo. Lo pone también en 'Odissea'. También aparece en el 'Troilo y Crésida' de Shakespeare. Y su iconografía, en época griega y romana, hasta el Renacimiento, es numerosa.
Conejero ofrece todo el protagonismo de la pieza a un solo actor. Un solo hombre que debe moverse entre Aquiles y Patroclo, en la cueva del centauro o en el campo de batalla. Xavier Albertí, el director, reafirma la elección de un solo intérprete, colocándolo a medio metro del público, con una iluminación épica. Y el actor, Rubén de Eguía, no solo dice el texto, sino que lo derrama, como si hubiera estado en su interior toda la vida y hubiera esperado a la función que hemos visto para decírnoslo.
No es fácil lo que hace De Eguía. No tiene ni armas, ni un lecho. Nada para ayudarle a desenredar la historia. Siempre es él sin dejar de ser ninguno de sus personajes. Nunca vacila. Y convierte un texto de gran vuelo lírico, que tiene muchos puntos en común con esa 'La piedra oscura' que nos descubrió Conejero, en un artefacto teatral de primera. Incluso nos invita a cerrar unos segundos los ojos para dejarnos llevar por su música.