David es un individuo binario. Un hombre de acción que activa los resortes de su mente como un interruptor. Obedece. No piensa, no siente. Un mutilado emocional. El perfecto soldado. El perfecto agente antidisturbios de los mossos d’esquadra. David es uno de los protagonistas de El rei borní de Marc Crehuet. Su antagonista es Ignasi, hipster bienintencionado, fóbico social y documentalista de las causas justas. En una manifestación se ven las caras. David actúa. Dispara. Ignasi pierde un ojo. Ignasi, el cineasta tuerto. Volverán a verse las caras ante un plato de cocina creativa casera.
Comedia cruel sobre las trincheras que genera la crisis. Crehuet provoca el máximo absurdo enfrentando dos personalidades tipo –simplificadas, ridiculizadas– en un encuentro de entrada tan intrascendente como una cena de parejas. No hay nada tan dramáticamente explosivo como una convención social manipulada por el autor omnipotente. Agitar el fango que como un denso poso impide que salga el verdadero yo de los convocados.
Esto es sólo el principio del cuento. La obra de Crehuet –otro seguro éxito de la programación de la Sala Flyhard– es un divertido experimento sobre lo que con sorpresa podemos llegar a considerar normal. Un texto sobre la banalidad como rasgo universal, también cuando se aplica a la violencia o la reafirmación ética. Parece que el autor se apunta a la teoría de que la humanidad está sumida en una imparable idiotización, abotargada por una cacofonía de palabras vaciadas de contenido, de la que no se salva nadie. Ni los buenos ni los malos.
Para eso el autor ha creado unos personajes a la medida de sus necesidades. Los usa como conejillos de indias y juega con ellos y con el público para mostrarnos que el circuito-laberinto no tiene salida. Un momento: hay una. David la encontrará. Sólo tiene que dejar de ser imbécil, aunque tenga que pagar un alto precio a cambio. Hay que esperar que llegue el sorprendente final de la función para ver la factura y ahogar la risa.
El rei borni es Ignasi, es Miki Esparbé perfecto en su papel de activista con frenillo; pero el rey de la función es Alain Hernández (David). Tiene que ser duro asumir un personaje antipático, un Dorian Gray de la estupidez, que además es conscientemente abandonado por el autor hasta dejarlo solo ante la puerta de salida. Esa soledad necesita un gran intérprete y Hernández demuestra que lo es.