De un espectáculo de magia no se puede contar nada, ningún truco, ninguna entrada, ya que si lo hace, el crítico, como en la física cuántica, pasa a formar parte del espectáculo. Así que el único punto de vista asumible es el del análisis de la dramaturgia, porque 'Nada es imposible' tiene una dramaturgia, una historia que une los números para convertirlo en un espectáculo redondo. No me ahorraré, sin embargo, decir que Antonio Díaz, como mago, se merece más estrellas de las canónicas: seis, siete... No es de este mundo.
Si 'Nada es imposible' tiene algún problema, es el de la dramaturgia. El Mago Pop hilvana el show con la historia de su vida, un niño que de pequeño, en Badia del Vallès, decía que quería volar y hacía trucos caseros con cucharones mientras la madre le manda a la cama y le dice que se olvide de cuentos chinos. Él, sin embargo, no se rinde... Todo es demasiado 'emo', en busca de la identificación de los espectadores con hijos, los espectadores que recuerdan la infancia, los niños a los que alecciona sobre la vida. Muerde con avidez el corazón del público, pero saliva demasiado. Busca la emoción fácil y, al mismo tiempo, emite un mensaje ultracapitalista, de sueño americano, de que la vida pasa por ganar dinero. Mucho dinero. Durante el show se ven a montones, de billetes. Todo el tiempo.
Con todo, 'Nada es imposible' es un show superlativo, con un ritmo frenético, que nos mantiene con el 'wow' en la boca durante una hora y media, que no queremos que se acabe nunca. Lo que hace este hombre no tiene nombre. Y sí, es un chaval de Badia que se ha convertido en una estrella mundial, un 'self made man' que ha tocado el cielo, que se pasea por él y que cada noche baja al teatro para hacer gala de sus poderes. Una bestia.