El dramaturgo austriaco nos ha escupido en la cara y nos ha dicho que no giremos la cabeza, que todos somos como el trío chocho que protagoniza su obra. Que todos, con pequeñas variaciones, pensamos como Vera, que todos somos antisemitas aunque no se pueda decir. "¿Cuando podremos decirlo?", "¿cuando podremos mostrarnos?", repite en el tercer acto, con las persianas bajadas. Rudolf está borracho y con el fusil en la mano, las hermanas bien vestidas, para celebrar el cumpleaños del gran carnicero Himmler, padrino del ahora juez.
Lupa es un maestro del tiempo escénico. Otro director habría hecho esta obra en una hora y tres cuartos. Él necesita tres y media para conseguir su objetivo. Y tiene tres actores sublimes a su servicio. Para empezar, una Angelat que calla durante dos terceras partes de la función mientras los hermanos la insultan y desprecian. Un silencio que habla. ¿Es ella la víctima de la depravación? ¿Quien tiene que ir con el traje de prisionero de campo de exterminio para el disfrute del hermano tarado? Lupa no la salva, ya que su silencio es el silencio de los que no dicen nada cuando tienen la barbarie ante los morros.
Arànega es el contrapunto, el clown ante el augusto. Una mujer que charla y charla, que repite las barbaridades del hermano, a quien adora, que manosea el piano cuando se lo pide, que le calienta la cama si es necesario. Una acérrima seguidora que da más miedo que el demonio. Un Lucifer que tiene la cara y el cuerpo de Cruz, un hombre cansado, que pasó diez años en la sombra para salvar la piel y que hace más grima sin camiseta que con el traje de oficial nazi. La cotidianidad del terror.
El director polaco nos ha enseñado cómo se hace Bernhard, como se ponen en escena sus obras. Lo habíamos comprobar con sus actores polacos. Y ahora nos lo ha servido con tres grandes actores catalanes, que discuten sin gritar, que odian en silencio y callan cuando ven montañas de cadáveres gaseados colocados en el álbum familiar.