Las palabras (escritas) son poderosas. Pueden llegar a matar; de una manera concreta o figurada; fortuita o intencionada. Estamos asediados por ellas y sus consecuencias. La tecnología ha multiplicado su presencia y aumentado la competencia. La brevedad de una “piulada” –por mucho teclear no ha nacido una generación de aforistas– nos ha hecho olvidar el peso que tiene una carta. Cuando Katherine Kressmann Taylor (redactora publicitaria, escuela de síntesis) publica en 1938 Address Unkown (Adreça desconeguda), el tráfico epistolar seguía en auge. Millones de cartas dejando su huella en otras tantas vidas.
El efecto sorpresa del texto se rompió en 2006 con el estreno del recordado montaje protagonizado por Jordi Bosch y Ramón Madaula. Pero el impacto de una amistad destrozada por la irrupción del nazismo se mantiene en la función dirigida e interpretada por Lluís Homar, acompañado por Eduard Fernández. Nadie es inmune a la Historia y mucho menos dos expatriados alemanes –uno judío–, dueños de una galería de arte en San Francisco. El ario decide volver a Alemania en plena crisis de la República de Weimar, a las puertas de la ascensión del nacionalsocialismo. Las cartas marcarán los cambios colectivos y su influencia sobre los privados. Los amigos dejarán de serlo, hasta que cada uno dará el paso definitivo para convertir un desencuentro en una tragedia sin marcha atrás.
Es una obra que casi no necesita añadidos escénicos, que casi exige austeridad y contención. Todo está en las cartas. Con poco tiene suficiente. Ese poco que en la Villarroel se plasma en una sutil coreografía de las distancias y en el alejamiento de los dos personajes a partir de los cambios de vestuario. Sobra la introducción “casual” –como una versión ligera de la liturgia del sumo– y la luz-trampa que desciende lentamente del cielo. Lo primero sitúa al público en un tono ligero que luego le cuesta abandonar; lo segundo es una metáfora prescindible.
Cal y arena que afecta también a las interpretaciones. El trabajo de Homar y Fernández es equilibrado hasta que la tragedia asoma en su relación epistolar. Entonces Fernández se deja ir y entra en una deriva histriónica que encajaría mejor en el perfil del “jueu emprenyat” de los Malditos Bastardos de Tarantino. Homar en cambio, hace una creación de contención y serenidad interpretativa, incluso en los momentos más complejos del personaje.