Los Inmortales

Volví de Italia con el recuerdo de la focaccia hecha en los pequeños hornos de Rapallo. En el paladar, todavía permanecían el gusto de la focaccia all' olio e rosmarino, el de la focaccia di formaggio o el de la famosa farinata di ceci. Con estos tres cánticos al placer, volví a Barcelona con la nostalgia a mil revoluciones, y lo primero que quise hacer fue ir a un restaurante italiano para refrescar los aromas de agosto. Con veinte años de vida, el restaurante Los Inmortales es uno de los clásico de la cocina italiana en Barcelona, y tiene, como característica, que ha ido incorporando productos locales y globales a recetas italianas. No me apetecía comer pasta y escogí dos antipasti y un plato de bacalao. El primer antipasto fue un crujiente de calabacín y mojo picón, lo reconozco, muy poco italiano y una elección demasiado aceitosa, y el segundo, un provolone relleno de salmón marinado y escalivada. No acerté con los antipasti. Habría sido mejor decantarme por unos mezzallune, que son unos tortellinis de jamón ibérico y alcachofas con mantequilla de trufa y queso de cabra, o unos pappardelle salteados con langostinos, xiitake, habas y ricotta. Otro día. Lo que sí que fue un pleno al quince fue el bacalao rustido con confitura de tomate, jengibre y pimientos del piquillo. Un plato exquisito y muy ligero, aunque los ingredientes den a entender lo contrario, pero que provocó la exclamación de un amigo que, cuando le expliqué las virtudes del plato, me preguntó con una expresión de Toni Soprano cabreado: “¿Pero no has pedido el tartar que hacen en Los Inmortales?”. Me sentí culpable. “De ti sí que haré un tartar”, pensé. Debe ser que soy muy vulnerable a principio de curso, y pensé que con amigos como estos quién quieren enemigos. De postre, un helado de mascarpone con frutos rojos y un café.