Nunca se comió mejor en Barcelona, metrópoli dominada por la cocina de anticuario. En lo gastro, la ciudad es conservadora. En Barcelona gobierna CiV: Croqueta i Vermut. El riesgo interesa poco a los cocineros jóvenes, con excepciones. Celebro tanto el valor como el sentido común. Cuando ambas cualidades van de la mano surge la gran cocina.
Hace dos años, Laia Mas fue intrépida al abrir La Laia. Llevaba muchos años al servicio de otros: la conocí en el 2008 cuando era camarera en el bistró Bohèmic. Por mediación de una amistad encontró al chef Raúl Parra y profesionalmente se entendieron enseguida.
Mi visita coincide con la celebración de ese segundo aniversario, precedido por una reflexión por parte de la jefa y el chef. Raúl concreta en qué punto están: “Nos preguntamos, ¿a dónde vamos? Y concluimos que estamos fuertes, en lo personal y de cabeza, con ganas”. Vi platos con carácter y que merecen una crónica, pero también una tendencia al exceso, con abuso del azúcar y lo seco. Laia me había advertido: “Buscamos el contraste, lo dulce, lo salado, las texturas”. Y Raúl dirá después: “Viajé durante años. Italia, Inglaterra, Tailandia. Quiero meter en una línea todo lo que he encontrado. Me gusta que un plato haya ácido, dulce, amargo…”. No es necesario. La suma a veces resta.
Creo que el ejemplo es el canelón de chocolate blanco con butifarra del perol. Hay choque suficiente –del que salen bien parados—entre el relleno y la cobertura, lo que requeriría una base tranquila: el crumble es innecesario, duro y dulce. Ese canelón tiene algo, se come con gusto. ¿Qué tal unas hojas crujientes para refrescar? Christian Escribà colabora con ellos: es un amigo de la familia. Firma una parte de los postres y algunas filigranas, como la piel del canelón.
Laia ofrece el tinto Clos Montblanc, un syrah de la Conca de Barberà, que aguantará bien los sobresaltos. Hasta 14 vinos a copas aparecen en la carta: punto para la jefa. Ñoquis de queso azul, crema de apio y sopa de pera: no colisionan, sino que se complementan. Bacalao confitado –buena cocción—con pilpil y chip de alcachofa, y una tierra de pan con tomate y almendra demasiado dominante. El único plato que han conservado desde el principio es el ravioli de pato con gelée de caldo (mejor una capa más fina) y crema de patata, manchada con aceite de trufa blanca. Sobresaliente el postre, hecho por Raúl: queso de cabra con el corazón fundido, miel y té verde. He pensado varias veces en ese paquete lácteo.
A mediodía sirven un menú de 12,50 euros sin aportación creativa. Atraen a personal y pacientes de la clínica Barraquer, situada delante. Se ciñen a lo tradicional por voluntad y porque no les resulta posible afrontar retos a esa temprana hora: son, como en tantas otras casas, un microequipo. De guardar el azucarero, La Laia podría entrar en el circuito de restaurantes audaces, ese bien escaso en la ciudad asustadiza.