En homenaje a este lugar tan diferente de los de su tipo, tan contrario a muchos de los que se atreven a llamarse restaurante asiático, esta será una crónica que invertirá la pirámide (¿qué, cuándo, dónde...?) y que comenzará por el final.
Los postres, si bien son sencillos y sin aparatosidad, son muy buenos y caseros. La carta de vinos demuestra un gran interés por satisfacer al cliente que quiere comer y beber bien, sin especulaciones con vinos baratos para triplicar el precio, como sucede normalmente. Incluso hay excesos en el precio del vino en restaurantes que sólo se mencionan por esta bebida, ya que, si fuera por los platos, no justificarían más de una línea.
El tartar de atún cortado y preparado magníficamente, rodeado –como en los mercados vietnamitas de materia liquida, como una salsa de mostaza, con sabores de brotes de alfalfa y sal ahumada negra–, fue el punto final. Con su cama de aguacate formaba una mezcla sabrosa de culturas. Un salmón suke, escaldado en aceite y acompañado de fina salsa de yogur, eneldo y jengibre fue la gran sorpresa por calidad y buen gusto.
De aquel delta del Mekong, tan castigado por la naturaleza y por el hombre con guerras, podría decirse que provienen los nem vietnamitas. Los de este pequeño suburbio asiático de Gràcia –rigurosamente preparados con papel de arroz, langostinos o cangrejo, zanahoria, cebollas, brotes de soja, cilantro, lechuga y menta–, bien fríos, con salsa agridulce, estallan en la boca en mil sabores y texturas. Los mejores de la ciudad.
Vamos llegando a los primeros. Una sopa de miso, pero no cualquiera, sino con algas bien seleccionadas y un tofu que con su delicadeza exaltaba un producto de gran calidad. Y unas gyoza que también marcan la diferencia con cualesquiera que haya probado.
Jordi Brau, cocinero, hotelero, hijo de catalán y italiana y viajero, vivió siete años en el Sudeste asiático, donde una tibetana refugiada en Nepal le permitió compartir fogones en un puesto de un mercado. La curiosidad, el saber vivir y el buen gusto hicieron el resto. El comensal se siente homenajeado desde que entra. "Nace de mi pasión por Asia, donde, trabajando siempre en el sector de la restauración, he combinado el trabajo con mi otra pasión, viajar", confiesa el dueño de este proyecto joven. Abre sólo de noche y tiene un rincón donde se puede comer en el suelo como los asiáticos. Es de precio accesible.
Un último consejo: visitadlo entre semana, porque los viernes y sábados está lleno.