Me habían dicho que lo mejor del Gamba de la Costa eran las gambas a la plancha, un plato sencillo en el que el resultado depende de una plancha adecuada, de la calidad de las gambas y, sobre todo, que el cocinero no las deje como las dejaban a principio de los 70, antes de que llegara el maestro Jean-Louis Neichel: como una suela de zapato.
Al Gamba de la Costa fui con el Carpanta de mi hijo, que tiene 16 años y un estómago de una capacidad de hormigonera industrial. Primero, el angelito se pide unos canelones de rape y gamba y unas chips de alcachofas, y de segundo, un arroz negro con sepia. Yo me pido unas gambas a la plancha y un arroz de alcachofas y atún.
Las gambas eran de carne melosa y cabeza gustosa. Y entre conversación y conversación -hablamos del Barça y de 'youtubers'-, me dice que las chips son crujientes, bien fritas, y que los canelones, de bechamel rosada, tienen el equilibrio perfecto entre la carne de la gamba y la del rap.
El problema llega con los arroces. El negro, el de sepia, suele ser una receta más agradecida, aunque en muchos lugares el arroz negro sólo tenga gusto de tinta de calamar. No es el caso. En cambio, mi arroz tiene un punto de pasado y, vistas otras experiencias, creo que la gran culpable aquí es el atún. Se suele deshacer y arrastra el grano de arroz hacia la tragedia. A pesar de su estómago de adolescente, no hay lugar para el postre.
Para beber, él pidió una Coca Cola, horror, y yo una copa de Celistia, un vino blanco de Costers del Segre. Cuando vuelva al Gamba de la Costa, pediré un tartar de atún con caviar de soja.
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