Después de compartir cocina con la rosticería familiar, Artur Martínez la comparte "con un hotel de 400 habitaciones”, ríe. Porque la aventura del Capritx de Terrassa, la estrella Michelin más pequeña de Europa (12 comensales) que quiso trasladarse a Barcelona, acabó resolviéndose en la apertura del Aürt en el Hilton Diagonal Mar en el 2017. Aürt : golpe, topetón brusco. Y a fe de que este singular restaurante gastronómico lo es: todo el mundo te dice "hemos creado un concepto que no existía", pero cuando lo dice Martínez es cierto. En contraposición de las Michelin donde todo es espectáculo, movimiento y un ejército de camareros –a veces sobreactuando–, aquí hay 17 plazas para cenar en una mesa alta, donde toda la cocina acaba delante del cliente y los cocineros y el propio Martínez te cuentan y te razonan los platos. Intimidad y calma frente al impacto y la pirotecnia, en uno de los grandes restaurantes de Barcelona, dicho en mayúscula.
Martínez explica que se adhiere a la etiqueta de creación propia "exotismo de proximidad" y del concepto 'japoterráneo': "se trata de sorprender al comensal con las cosas que tenemos aquí". Como 'japoterráneo', un platazo como el curri verde mediterráneo, donde la leche de coco del sudeste asiático se sustituye por leche de chufa, y el verde existe por hierbas de casa como la maría Luisa y la albahaca. El tarrasense también está a favor del producto de alta calidad pero sencillo, y de aprovecharlo todo. "Prefiero la sencillez razonada que la complejidad forzada", dice. En lugar de privilegiar el caviar y el atún bluefin, vemos un tártaro de sepia integral con pan chino hecho de las patas de la misma sepia, y un tártaro de la carne con mantequilla punteado por un concentrado del bazo de la sepia fermentada. Elaboración compleja para un plato de aprovechamiento total y que enfoca al sabor primario del cefalópodo con la potencia de un rayo láser.
La única oferta de Aürt es un menú degustación de 19 pasos a 145 euros que va subiendo de intensidad –maravillosos las mollejas a la brasa, ahumados con madera de almendro y una crema de coliflor escabechada– y unos postres que desdibuja las fronteras entre dulce y salado: el pimiento del piquillo y fresa se imitan entre ellos e interactúan con una acidez dulce y umami de traca y podrían ser un entrante. Durante el menú también encontramos trazas de los proyectos de recuperación de alimentos autóctonos de proximidad a cargo de Martínez, como el aceite de oliva hecho con la variedad de oliva vallesana Becaruda, o la butifarra Terregada, una adaptación en embutido de un plato de sangre y pequeños con vino rancio de finales del s. XIX. Comer aquí es muy serio y al mismo tiempo muy divertido. Y si lo comparamos con los McDonalds de millonarios –no pondré ejemplos– no es caro por lo que comes y por cómo lo comes: aquí viene gente a la que le interesa comer y aprender cosas sobre la comida de la tierra que pisa.