Aunque nos emperremos en criticar a los hipsters, lo cierto es que gracias a esta moda Barcelona ha acogido la floración de locales imprescindibles para los amantes de la buena comida. Pienso en la Granja Petitbò, el Picnic, el Tarambana y por supuesto en el Oma, un rincón celestial que sirve los mejores brunch de la zona y parece haber atravesado un agujero de gusano desde los confines de Williamsburg hasta la calle Consell de Cent.
El local es una monada. La madera es el elemento predominante y se deja lamer por los torrentes de luz que vomitan los ventanales. La luz es uno de los elementos esenciales: baña todo el espacio y da un calorcillo único. Techos altísimos. Sillas vintage de todo tipo. Paredes con ladrillo a la vista. Algún sofá retro. Una bicicleta como elemento decorativo. El envoltorio perfecto para una oferta de comida y bebidas no apta para foodies impresionables.
Para beber, no lo dudéis: zumos licuados, café de calidad y cerveza artesana (tienen diferentes tiradores). Para comer, dependerá de las necesidades y el tamaño del gusanillo. Si deseáis picar algo dulce, los pasteles caseros son de otra dimensión. El lemon pie, de hecho, debería ser considerado una droga ilegal.
Y si hay hambre, lo mejor que podéis hacer es convertiros en animales diurnos por una vez en la vida y experimentar el brunch del Oma. El antídoto contra cualquier resaca. La hamburguesa con carne de Nebraska es sensacional. Los huevos, impresionantes. La burrata, el cebiche ... No nos engañemos: es todo tan orgiástico que os lo pensaréis dos veces antes de renegar de un hipster cada vez que os atropelle con la bici.