Massimo es un restaurante italiano situado en las alturas de la ciudad. Siempre que pasaba por la vía Augusta y lo veía, pensaba de ir. En la vida, las deudas pendientes son como un plato duro de digerir durante la digestión y finalmente decidí ir un mediodía dominical. Había oído que el Massimo es un restaurante muy apreciado por cierta burguesía catalana, más del sector constitucionalista que del sector soberanista. Y después de probar algunos platos de la carta, confirmé lo que siempre he pensado: el éxito económico no va ligado a la exigencia del paladar.
En Massimo no se come mal, pero tampoco se come mejor que en casa y el precio es excesivo comparado con otros lugares italianos. A la cabeza me viene el gran Piccola Cucina Italiana, en Sant Cugat del Vallès. Lo mejor de todo fue la mortadela que tomé, que en algunos hogares es considerado un embutido de pobres. En cuanto a mi selección, primero pedí un carpaccio de alcachofas que no tenía ningún misterio. Esperaba no sé qué, tal vez unas alcachofas marinadas como las hacen en Italia, y me llevaron unos corazones de alcachofas crudos con parmesano y rúcula. Las alcachofas, eso sí, eran de lo más tiernas. Y después de una eternidad, me sirvieron unos 'spaghetti ricci', el nombre que recibe una pasta con erizos en que, lamentablemente, el gusto del invertebrado marino quedaba reprimido por el excesivo sabor a tomate.
Todos sabemos de las magníficas propiedades del tomate, pero en el caso de la receta actuaba de asesino de unas erizos que en el mar habrían tenido una utilidad mayor para la biosfera. Por cierto, mis compañeros de mesa pidieron un 'rissotto astice', receta donde el bogavante es el rey, y también sabía a tomate. De postre, un helado de coco que no sabía a tomate. No sé si fue por el agua San Pellegrino, el vaso de vino, por el precio del tomate o por el coste del alquiler que, al final, la factura fue un poco excesiva. Lástima del domingo.
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