Como un coágulo de autenticidad resistiéndose a ser disuelto por el turbulento corriente sanguíneo del Raval, El Celler de Frank Petersen engulle al recién llegado sin preliminares y lo incrusta repentinamente en una gruta tabernera atemporal donde la dimensión espacio-tiempo discurre en otra frecuencia de onda desde hace ya muchos años.
Este minúsculo espacio, conocido también como taberna Armando en honor a su comandante, es un potente concentrado de todos los ingredientes que todavía hacen del Raval más abisal un enclave singular en la geografía oculta de Ciutat Vella. Abuelos destartalados con exceso de loción Floyd que compran vino barato, matrimonios que comentan el día rodeados de quintos, grupitos de submileuristas que por unas horas se olvidan de penurias, freaks colosales de genética del Raval, vividores... Todo el mundo es bienvenido a este recuadro imposible hecho de baldosa antigua y madera prehistórica, rebozado con carteles antediluvianos de bebidas refrescantes y cervezas, presidido por barricas de vino faraónicas y recubierto de una capa de grasa irresistible. Completan la pintura una recua de neveras de bodega pre-Transición y una mesa de coser reciclada que la gente rellena con botellas vacías de quintos. Porque aquí los quintos van que vuelan. Y también las copas de vino working class, a precios de calle, la especialidad de la casa. Es el veneno que casi todos los acólitos ingieren, el combustible que pone en marcha las conversaciones y genera un hervor que fortalece el tejido social del Raval como una mala cosa. Las auténticas crónicas del barrio se escuchan en criptas interdimensionales como El Celler de Frank Petersen: uníos al culto.