En una ciudad en la que un hotelero monta el mejor museo privado de arte egipcio de Europa, no es extraño que un reconocido interiorista como Beriestain cree un restaurante unido a su concept store. Si los egipcios buscaban la vida eterna mediante la momificación, el objetivo de la cocina es buscar la vida eterna de las bestias sacrificadas mediante la memoria del cliente.
Como es de esperar, la decoración del Café Jaime Beriestain es muy cuidadosa y parece más un café para residentes del exclusivo barrio londinense de Hampstead que un restaurante. Pero nada se entendería sin una clientela conformada por aquella gente que gravita en el concept universe del interiorista. Nada que decir, pero estoy seguro de que si se hiciera el referéndum soberanista en este espacio exclusivo, el no, no y constitucionalmente no, ganaría por goleada. Pero el Beriestain es tendencia, y la tendencia llama la atención de quien no tiene la fidelidad como ideología.
Yo, que en la vida tengo los interiores muy desordenados, llego con unos amigos. Nos sentamos en una mesa sin mantel y, enseguida, recibimos las amabilísimas recomendaciones de Beriestain, un chileno residente en Barcelona. Con la carta en las manos, el propietario nos dice que la elección de los platos es resultado de sus gustos culinarios y, para trasladar sus manías gastronómicas en la barriga de los clientes, ha contratado a Pedro Salinas, antiguo chef del Monte Bar.
La oferta es variada, con recetas ligeras, cocinadas con productos con denominación de origen, y algunas de estas ligerezas forman parte de su memoria gustativa. La sopa de cebolla de la abuela Sofía la dejamos para un día más frío. Finalmente, nos decantamos por compartir platos.
Lo mejor son los ñoquis y las croquetas de jamón, y las patatas ‘pijas’ son buenas y ‘pijas’ por unos contornos que parecen cortados por un cirujano plástico experto en Botox, pero hemos probado mejores tartar de atún. En cuanto al wok de quinoa, es natural y ligero.
Terminamos el almuerzo degustando un buen tiramisú, una pannacotta y un sabroso helado de pistacho, penúltima estación de un viaje que termina con unos gin-tonics hechos por un barman que nos sirvió como punto de partida unos magníficos pisco sour. Un buen introito para comenzar un encuentro que terminó como la mejor de nuestras juventudes. Hace casi treinta años que tengo veinte años, y a la vejez viruelas.
Time Out dice
Detalles
Discover Time Out original video