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Si os fijáis, más o menos en todo el mundo ocurre lo mismo. Te alejas 200 metros de la gran arteria turística de gente, y se multiplican las posibilidades de encontrar un buen lugar para comer. Esto es exactamente lo que ocurre con el Café de l'Acadèmia, un restaurante que cerró hace tres años, con la pandemia, y este verano ha reabierto, en pleno centro del barrio Gótico. Esto se solapa con otra cuestión: ¿un restaurante que data de 1987 es un lugar histórico, en el centro de Barcelona? En mi humilde opinión, sí. Ahora se repite la historia del centenario Agut (reabierto hace pocos años por el Grup Pitapes).
El Café de l'Acadèmia, que como Agut fue propiedad de la familia Castellví-Agut, ha reabierto gracias al grupo de restauración barcelonés San Telmo, propietario de otros cinco restaurantes en Barcelona. La intención, explican, "es reconvertir el Café de la Academia en una casa de comidas de cocina 100% catalana donde todos los guisos se hacen a fuego lento, como antes" (de hecho, esta identidad ya era muy similar en la anterior etapa, con un menú de mediodía de cocina casera que era toda una institución entre los funcionarios de Sant Jaume).
Situado en la mágica confluencia de la calle Lledó con la Plaza de Sant Just –uno de los lugares más bonitos del Gòtic, hasta cierto punto resguardado del turismo por su situación algo escondida–, el Café de la Academia ha reabierto con una reforma integral estética – con ciertos aires de masía: ¡podéis beber en porrón!– pero no así estructural, claro. El inmueble está en una de las calles más antiguas de Barcelona: la calle Lledó, con poso romano, medieval y el 'gótico' de finales del s. XIX, junto a la Academia de las Buenas Letras y una de las tres fuentes más antiguas de la ciudad, la Font de Sant Just.
Tanta venerabilidad no impide que los de Sant Telmo se hayan empleado a fondo para hacer un muy buen trabajo a la hora de diseñar y ejecutar una carta que junta las tapas 'comerciales' –bravas, croquetas, berenjenas fritas con miel de caña, huevos rotos – y dos apartados de mar y de la tierra, donde predomina el fuego lento a la catalana. El día que estuve cocinaba David Villanueva, cocinero de origen peruano –suyo era Lúcuma, uno de los primeros peruanos modernos de Barcelona– que clava la disciplina del guiso y el platillo.
¿Ejemplos? Un capipota buenísimo, de manual –¡que puedes pedir en media ración, a 5,50!– y unos chipirones con judías de Santa Pau y butifarra del perol, servidos en una sartén-cazuela al rojo vivo, donde se deshace la sabrosa grasa negra que da gusto. Y para los niños –o los adultos– no faltan unos macarrones del cardenal gratinados por mojar pan (¡servidor se congratula del revival de cuchara y tenedor que ha situado el capipota y los macarrones como platos de moda!). Bacalao con chanfaina, pies de cerdo, calamares con cebolla...
Han ido a buscar grandes éxitos populares de cocina catalana de lo más golosos, con menú de mediodía incluido –a 16,90 euros–, para no perder a la clientela de toda la vida. Compran el pan y el milhojas de crema en el horno Vilamala, y los quesos en la quesería Carot, comercio local a una esquina, como quien dice. Y abren todos los días de 12 a 23 h, con cocina ininterrumpida.
Podrían haber abierto una pizzería en serie o un bar irlandés de cartón piedra. Pero no, en la terraza de la plaza de Sant Just se come catalán, capipota y 'esqueixada'. Quejémonos menos y vayamos más.
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