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En 2024, Barcelona recibió más de ocho millones de turistas, una cifra que quintuplica la población local. Pretender que estos números no afectan a la identidad de la ciudad —especialmente al tejido comercial y social del centro histórico— es ingenuo (o malicioso). A menudo, el impacto es crudo y dramático: el restaurante Pitarra, uno de los clásicos de la cocina catalana en el Gòtic, cerró en 2018 y ese mismo año reabrió como pub irlandés... que duró tres meses. (El Gran Cafè, un restaurante centenario en la misma calle, está a punto de reabrir como Temple Bar Irish Club, por cierto).
Pero a veces el pasado coge carrerilla y salta de nuevo a primer plano: el Pitarra reabrió el pasado viernes 18 de abril. Han desaparecido los horrorosos paneles verde vómito con la lira celta dibujada ("Scruffy Murphy") y ahora vemos unos carteles con tipografía modernista, muy parecidos a los que hicieron populares los hermanos Jaume y Marc Roig. Aunque donde ponía "Pitarra" ahora leemos "Antic Pitarra", y donde decía "Cuna del teatro catalán" ahora pone "Tapes Menú".
Platos pensados para el cliente turístico
Son las doce y media. Entro y me siento en una mesa, no sin antes preguntar si puedo tomar solo una tapa y una bebida en vez del menú completo (el del día cuesta 14,90 € y el menú Pitarra, 19,90 €). Por supuesto, me dicen. Son precios amables, sobre todo teniendo en cuenta el barrio. Ahora bien, los platos apuntan descaradamente al público turista: calamares a la andaluza, tortilla de patatas, alitas de pollo, lomo de cerdo con salsa roquefort, paella de marisco. El maître, al ver mi interés en hacer fotos y curiosear por el local, me lo pregunta sin rodeos: "¿Eres de un periódico, verdad? Se os nota mucho, a los periodistas, que lo sois", sonríe con picardía.
Pitarra reabrió como un pub irlandés que duró tres meses
El encargado se llama Riqui y parece tener raíces en el sur de Asia. En un catalán perfecto —los carteles del menú del día también están en catalán, algo no muy habitual en el Gótico— me explica que ahora el alquiler lo tienen los propietarios de los restaurantes Antic Tapes Ferran y Antic Steak House de la calle Ferran (o como han publicado otros medios, “emprendedores indios”). "El local estaba hecho polvo, hemos tenido que hacer mucho trabajo para recuperarlo más o menos como era", me cuenta.

El histórico inmueble fue primero una relojería que heredó en 1853 Frederic Soler, "Serafí Pitarra", quien más tarde se convirtió en empresario teatral, poeta, dramaturgo y gran impulsor del teatro moderno catalán. En la trastienda de la relojería —que Pitarra recibió al morir su tío, cuando tenía 15 años— se hacían tertulias y reuniones de jóvenes autores como Anselm Clavé o Valentí Almirall, y funcionó como núcleo de la escena teatral catalana. Zorrilla, íntimo de Pitarra, vivió allí tres años. Pitarra, empresario y artista, tenía un ojo en la poesía y la industria cultural y el otro en el engranaje del taller de relojería.

En 1890 se convirtió en restaurante, Can Cisco, durante casi siete décadas, y a principios de los 80 del siglo XX grandes periodistas como Espinàs o J.M. Cadena retomaron las tertulias en la trastienda. Y en 1987 los hermanos Roig, Jaume y Marc, lo llevaron a una etapa de esplendor y renombre gastronómico; en sus mejores tiempos, el Pitarra era famoso por una cocina catalana con toques afrancesados, fondos de carne, salsas densas y cinegéticas: su faisán y civet de jabalí eran de los más codiciados durante la temporada de caza en Barcelona.
Los Roig se jubilaron en 2017. A principios de los 2000, era habitual ver entrar y salir constantemente a la cúpula del Ayuntamiento y el Parlament (Ernest Benach, presidente, era cliente habitual). Las comidas eran largas y buenas, pedían digestión lenta y sobremesa con calma: era un restaurante ideal para sentarse, planificar y negociar.
¿Qué queda del rico patrimonio del local? Los Roig convirtieron el restaurante en un museo dedicado a Pitarra, y con su jubilación la mayoría de antigüedades se vendieron, aunque el fondo documental literario fue al Ateneu Barcelonés, según escribe el maestro Lluís Permanyer en La Vanguardia. "Los del pub irlandés tenían todos los cuadros mal metidos en cajas, y nosotros los hemos vuelto a colgar. También hemos comprado muebles que no desentonen con la estética del restaurante", me explica Riqui.
La apuesta por el restaurante dice que va en serio: "Hemos firmado un contrato de diez años. Y sí, hay platos muy comerciales, pero también hemos mantenido algunos del Pitarra. La intención es trabajar con el público que ya venía y los turistas, claro", dice. Veo esqueixada de bacalao y caracoles a la llauna, que comparten carta con paellas ibéricas con setas y faltas de ortografía flagrantes.

Pero se nota que han hecho un esfuerzo por ser respetuosos con lo que queda del Pitarra. En las paredes hay enmarcados periódicos del siglo XIX y programas teatrales, así como cuadros de artistas de la Barcelona de los años 70 y 80 del siglo XX. “También hemos recuperado el reservado de la trastienda, donde los políticos hacían comidas a puerta cerrada”, me dice orgulloso el encargado.
La nueva propiedad también es amable y considerada con el aborigen catalán, ahora residual en el Gòtic: los carteles de menú y las cartas están en catalán, y el personal lo entiende y lo habla perfectamente por iniciativa propia (algo que no es tan común: un comercio tan histórico y barcelonés como Los Caracoles tiene la carta en spanglish, y la lista de hoteles y restaurantes de lujo de Barcelona donde no hacen el gesto de atenderte en tu lengua materna podría llegar hasta Murcia).

Entra una vecina simpatiquísima —que debe de ser uno de los 1.611 locales censados en el Gòtic—, felicita a Riqui por la reapertura y promete que vendrá a comer pronto. La cerveza estaba bien tirada y las bravas eran decentes. La consumición me costó nueve euros. Y salgo pensando que en los bares y restaurantes del Gòtic te pueden pasar cosas mucho peores que tomarte una birra-bravas entre las brasas —casi extinguidas pero bonitas— del patrimonio del teatro catalán.
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