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Un concierto no es solo lo que suena por los altavoces. Ni únicamente lo que vemos encima del escenario. Un concierto es un acto social, comunitario. En los últimos meses hemos podido asistir a actuaciones al aire libre, sentados, separados los unos de los otros y con mascarilla. Está bien, es un parche, pero no es lo mismo, no puede convertirse en la norma, como tampoco se pueden convertir en norma los conciertos en streaming.
Claro que debemos ser prudentes, pero no nos podemos olvidarnos de defender la cultura en vivo, de sala, donde la experiencia es mucho más compleja, completa y necesaria, para el público y también para los músicos, los promotores y, en definitiva, para la industria del directo. Si no lo hacemos, cuando despertemos de esta pesadilla tal vez ya no estarán.
Y un concierto en una sala son muchas cosas. Es quedar media hora antes para comer un bocata y tomar una birra. Es la excitación compartida en la cola, usar los codos para conquistar un espacio en la barra y quizás cruzar una mirada, incluso una sonrisa, con una persona desconocida. Es encontrarse con viejos amigos que sabes que van a estar. Que se apaguen las luces y darte cuenta de que está a punto de empezar. Un concierto es la emoción compartida con decenas o cientos de personas que laten sincronizadas. Y también es reconocernos unos a otros a través de unas canciones que ya son nuestras.
Un concierto no se escucha solo con el oído, sino también con el tórax, el estómago y a través de la piel. Un concierto es quedar exhaustos, con una sonrisa en los labios y salir a la calle con un aura de felicidad. Un concierto es todo esto y mucho más. No podemos permitirnos perder esta parte de nuestras vidas.